Por mediación de El arca de las palabras del blog de Úrsula un nuevo relato para la ya conocida Tertulia de las diez.
Yo no creo ni en la mala suerte ni en la buena, en cambio, pienso que hay cosas gafadas y otras que son amuletos. Cuando un día comienza, con pequeños desafortunados acontecimientos, hace falta encontrar algo que corte la racha, para que vuelva a ser una jornada como otra cualquiera.
Si por la mañana, en la ducha, se acaba el agua caliente y te tienes que aclarar con la fría ya te espabilas más de la cuenta. Luego, te quemas con la cafetera y, al soltarla de golpe, te salpica la camisa y tienes que cambiártela; esta faena vale doble. Por último, al bajar por el ascensor, se para entre dos plantas y te dicen por el telefonillo que es cosa de media hora; cuando el orden correcto es hora y media.
Llegando tarde al trabajo, aun siendo por un motivo justificado, la mañana se pone muy empinada y con visos de tormenta. Así que necesitas encontrar algo, que pare esa cadena de pequeñas desgracias, que no cejan. Por supuesto, un amuleto, puede ser cualquier cosa, pero no algo que pueda comprarse o buscarse.
Puestas así las cosas, y por experiencias anteriores, lo mejor era usar la media hora del desayuno andando, con la esperanza de ver algo que cortara la racha negativa. Llovía ligeramente pero no como para acabar empapado después de la caminata, así que sin paraguas afronté el reto a contrarreloj.
A la cuarta vuelta a la manzana, a falta de diez minutos para volver a fichar, opté por coger un abalorio rojo que, a saber, de que collar de fantasía provenía. Lo metí en el bolsillo pequeño del pantalón y afronté la escalada pendiente de la oficina. La pequeña esfera de plástico me había cambiado la actitud.
Bueno, escalada tuve en el trabajo con bronca, por desgracia justificada, justo antes de la hora de la comida. Comiendo, al echar el vinagre a la ensalada, me salpiqué y un trozo de lechuga, también, me dejo un cerco de aceite en el pantalón, cuando se me soltó del tenedor. El autobús, por la llovizna, vino abarrotado y tuve que esperar veinte minutos hasta el siguiente. En casa no me quedaba leche ni para un cortado de café, se me olvidó del todo haber pasado por la tienda, así que tuve que tomar te.
Al acabar el día, que fue largo con tantos pellizcos y pinchazos del destino, me acordé del abalorio, lo saqué del bolsillo pequeño del pantalón y me puse a mirarlo, preguntándome si, realmente era un amuleto, o sólo un trozo de plástico sin más...
No recuerdo nada, en absoluto, de lo que pasó después, sólo que dormí de un tirón casi siete horas, no podía acordarme cuando fue la última vez de tal proeza. Tenia el puño de la mano izquierda cerrado y al abrirlo me encontré un abalorio rojo.
Yo no creo ni en la mala suerte ni en la buena, en cambio, pienso que hay cosas gafadas y otras que son amuletos. Cuando un día comienza, con pequeños desafortunados acontecimientos, hace falta encontrar algo que corte la racha, para que vuelva a ser una jornada como otra cualquiera.
Si por la mañana, en la ducha, se acaba el agua caliente y te tienes que aclarar con la fría ya te espabilas más de la cuenta. Luego, te quemas con la cafetera y, al soltarla de golpe, te salpica la camisa y tienes que cambiártela; esta faena vale doble. Por último, al bajar por el ascensor, se para entre dos plantas y te dicen por el telefonillo que es cosa de media hora; cuando el orden correcto es hora y media.
Llegando tarde al trabajo, aun siendo por un motivo justificado, la mañana se pone muy empinada y con visos de tormenta. Así que necesitas encontrar algo, que pare esa cadena de pequeñas desgracias, que no cejan. Por supuesto, un amuleto, puede ser cualquier cosa, pero no algo que pueda comprarse o buscarse.
Puestas así las cosas, y por experiencias anteriores, lo mejor era usar la media hora del desayuno andando, con la esperanza de ver algo que cortara la racha negativa. Llovía ligeramente pero no como para acabar empapado después de la caminata, así que sin paraguas afronté el reto a contrarreloj.
A la cuarta vuelta a la manzana, a falta de diez minutos para volver a fichar, opté por coger un abalorio rojo que, a saber, de que collar de fantasía provenía. Lo metí en el bolsillo pequeño del pantalón y afronté la escalada pendiente de la oficina. La pequeña esfera de plástico me había cambiado la actitud.
Bueno, escalada tuve en el trabajo con bronca, por desgracia justificada, justo antes de la hora de la comida. Comiendo, al echar el vinagre a la ensalada, me salpiqué y un trozo de lechuga, también, me dejo un cerco de aceite en el pantalón, cuando se me soltó del tenedor. El autobús, por la llovizna, vino abarrotado y tuve que esperar veinte minutos hasta el siguiente. En casa no me quedaba leche ni para un cortado de café, se me olvidó del todo haber pasado por la tienda, así que tuve que tomar te.
Al acabar el día, que fue largo con tantos pellizcos y pinchazos del destino, me acordé del abalorio, lo saqué del bolsillo pequeño del pantalón y me puse a mirarlo, preguntándome si, realmente era un amuleto, o sólo un trozo de plástico sin más...
No recuerdo nada, en absoluto, de lo que pasó después, sólo que dormí de un tirón casi siete horas, no podía acordarme cuando fue la última vez de tal proeza. Tenia el puño de la mano izquierda cerrado y al abrirlo me encontré un abalorio rojo.
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