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viernes, 15 de diciembre de 2023

Concurso de relatos 39ª Ed. Harry Potter y la piedra filosofal de J. K. Rowling

 

CONCURSO DE RELATOS 39ª Ed. HARRY POTTER Y LA PIEDRA FILOSOFAL de J. K. Rowling

Mi amigo Enrique y yo

Desde que, de niños, nos conocimos, Enrique y yo fuimos inseparables. Hasta ese punto llegó nuestra cómplice amistad, pero con el paso de los años la fui ocultando para evitarme ser tachado, cuando menos, de infantil.

Recuerdo mi último curso de primaria como el detonante de lo que acontecería después de aquel verano. Mis notas fueron bajando hasta aprobados rasos, en gran medida por dedicar el tiempo de estudio a encontrarme con Enry. Nos lo pasábamos tan bien los dos solos que todo lo demás me parecía un aburrimiento insufrible.

Fue, precisamente, mi amigo quien me advirtió del cambio de escuela para el curso siguiente; él siempre se enteraba de todo. Mis tutores legales, un pomposo abogado de media edad y una prima segunda mía de la misma quinta, eran los que se ocupaban de mi educación desde que mis padres fueron clientes (a pensión completa) de un sanatorio mental para gente bien.

Por mis justas calificaciones, a esa siniestra pareja (que lo era en todos los sentidos) de tutores míos, le vino la feliz idea de deshacerse de mí en un colegio mayor de gran renombre, pero tan distante y aislado de la civilización que ni un pobre diablo se acercaría. Un internado tan veterano como inexpugnable que en tiempos fue convento de clausura y hasta seminario. Y, desde hace unas décadas, un centro educativo para adolescentes con medios pero algo problemáticos.

Yo ya sabía como las gastaban mi prima y su abogado, esperarían hasta casi inició del curso para darme la buena nueva. Pero gracias a mi inseparable amigo, cuando ellos vinieran ya estaría de vuelta y bien preparado para el cambio que se me avecinaba; al menos, Enrique, estaría también conmigo en el nuevo colegio. No había mucha información por Internet salvo la web oficial y, por su sobrio aspecto, parecía más dedicada a satisfacer los gustos vengativos de padres y tutores que del bienestar de sus internados.

De las actividades de mi futura cárcel estudiantil la única que me gustó fue que había esgrima y ajedrez. Por las indicaciones del reglamento interno del que tanto se enorgullecía el centro, aquello era un copia y pega de las estrictas normas de un convento de clausura y la disciplina de una academia militar.

El primero de septiembre, en la comida familiar, mis tutores a coro me lanzaron la noticia como un premio para mi desarrollo intelectual que no podía rechazar. Y casi sin tiempo, para acabarme el postre, fui llevado a la estación a coger un tren que por la noche combinaría con un expreso que al día siguiente, cuando menos, me dejaría cerca de Transilvania. Luego un autobús, este ya del colegio, nos recogería para hacer la última etapa de esta odisea de viaje. 

La verdad es que disfruté del viaje, Enrique y yo no nos separamos ni un momento preparando estrategias para las previsibles novatadas que nos esperarían siendo los de primer curso. En la segunda jornada de tren echamos un vistazo por todos los vagones buscando algún posible interno más y únicamente dimos con un grupo sospechoso, pero por desgracia uno o dos años mayores.

Al subir al bus pude confirmar que los cuatro chavales del tren eran del colegio y, por sus miradas de reojo, que ya se relamían cual gatos de lo que me harían esa misma noche en el internado. Para no delatarme, durante las tres horas de trayecto por aquella sinuosa comarcal en la tartana, con Enrique solo hablé con gestos y señas como solíamos hacer cuando queríamos pasar desapercibidos. 

El recibimiento fue tan frío como cabía esperar en semejante penal, ya contaba con ello, y me asignaron una pequeña celda como a cualquier otro novicio. En la cena, todavía por señas, Enry me dio a entender que éramos los primeros en llegar, pero que al día siguiente vendría el resto. Estaba claro que los cuatro veteranos esa misma noche se estrenarían únicamente conmigo.

Sabiendo lo que pasaría tenía dos opciones: retrasar la novatada, bloqueando la puerta con la silla y dos cuñas que me había preparado, o enseñar mis cartas desde el primer día. Opté por lo segundo y ni siquiera eché la llave, pero sí giré el espejo, lo justo, para que la tenue luz del patio (reflejada de la ventana) dejara una esquina de la habitación en completa penumbra.

No se hicieron mucho de rogar mis bromistas compañeros. Como cuatro fantasmas (enfundados en sábanas) sigilosos entraron en mi cuarto poniéndose cada uno en una esquina de la cama con la intención de asustarme cruelmente. Al tercer intento de su ulular se dieron cuenta de que intentaban intimidar a una almohada tapada.

Yo les observaba mimetizado con la penumbra de esa esquina ciega hasta que no pude evitar una carcajada al ver su frustración por aquel ridículo. Entonces, al quedar delatado, se volvieron desafiantes y me maldijeron, acercándose raudos con intención de no errar nuevamente.

Otro maldito autista que se cree muy listo, dijo el más bravucón. Enry ya no pudo contenerse ante ese insulto e hizo aparición; él no necesita sábana alguna para parecer un espectro. Los cuatro fantasmas de guardarropía salieron despavoridos, casi atravesando la puerta, al no acertar a abrirla.

Cuando un médico me diagnosticó Síndrome de Asperger, mi tío tatarabuelo Enrique (el que se ahogó de niño en el Titanic) se me empezó a aparecer; con su traje de marinerito, para hacerse mi mejor amigo.

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(900 palabras)