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miércoles, 10 de enero de 2018

La tertulia de las diez: El último escalón de un sueño

Por mediación de El arca de las palabras del blog de Úrsula un nuevo relato para la ya conocida Tertulia de las diez.

Había ahorrado toda su vida para hacerse una casa de dos plantas, en su barriada todas las viviendas, con su jardincito delante y su huerto detrás, eran de un solo piso. Él había comprado la finca que estaba libre al tiempo que sus vecinos pero quiso significarse, era su sueño, y su vivienda tendría dos alturas.

Aprovechó el año que arregló el tejado, ya lo tenía preparado y le subirían metro y medio de tabique encima del techo, lo justo para no tener problemas con las ordenanzas municipales. Su agaterado le daría para dos pequeñas habitaciones, una salita y un aseo, su sueño hecho realidad.

Al margen de su fama de tacaño no era un mal vecino; devolvía siempre los saludos, ya que él nunca saludaba primero; dejaba sus herramientas, pero si era para más de un día, cobraba un pequeño alquiler, de ahí parte su fama; el día de la fiesta, aportaba la sidra, esta vez, totalmente gratis, sus manzanos ningún año le dejaron en mal lugar.

Cuando la obra estuvo terminada, estéticamente, resultaba como un gran pegote puesto arriba. Era lo que él quería pero al verlo quedó defraudado y no sabía que solución podría darle. Después de unos días dando vueltas al tema y las mismas noches sin dormir por lo mismo, se le ocurrió que... puesto que su casa estaba en una pendiente, por encima de la calle, con medio metro que rebajara por delante, ya quedaría más compensada de aspecto su casa de dos plantas.

Efectivamente, esos cincuenta centímetros le dieron la presencia que él quería para su casa de dos plantas. Sus tres escalones hasta el porche ahora eran cuatro y no cinco porque ya no podía rebajar más el terreno, era pura roca, así que el primer o el último peldaño, según se suba o se baje, tenía más altura que el resto. Un detalle menor si no fuera por los continuos tropezones y caídas, más de lo habitual, que le ocasionaría.

Ese fue el último año que él aportó sidra a la fiesta, después de romperse el tobillo izquierdo y, casi de seguido, la cadera de la otra pierna, los escalones le daban fobia. Vendió su casa de dos plantas, y se mudo al barrio vecino, donde los adosados están a pie de calle.

Conseguir los sueños puede llevar toda la vida y merecería la pena contemplar si merecen, realmente, la pena el sacrificio y lo que podamos perder en el camino.

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La tertulia de las diez: El Hostal al final del callejón

Por mediación de El arca de las palabras del blog de Úrsula un nuevo relato para la ya conocida Tertulia de las diez.

Su cadencia de taconeo iba aumentando desde que percibió un eco en sus pasos, había estado paseando toda la tarde, para patear y conocer el barrio donde se iba a incorporar a trabajar la siguiente semana. La noche la había pillado sin enterarse gracias a la niebla, ahora más espesa y totalmente difuminada con el alumbrado público. Sabía aproximadamente donde tenia el Hostal y que si cruzaba por la siguiente bocacalle atajaría un buen trecho. No estaba nerviosa pero esos pasos entre la niebla la estaban incomodando.

Sólo eran las nueve pero no había un alma en toda la avenida, más que la suya empezando a latir con fuerza, bajo su pecho; y la de su perseguidor, oculto por la niebla. Al llegar al cruce de la calle, no lo dudo y se decidió por el estrecho callejón que la dejaría a unos metros de su hospedaje; además, su acosador, seguramente, la perdería y cuando quisiera volver sobre sus pasos ya no tendría tiempo de alcanzarla.

Si la avenida, totalmente solitaria y con esa niebla de cuchillo, imponía respeto; la callejuela, que cruzaba en sesgado hasta enfrente de su destino, daba miedo, tan estrecha y casi sin luz, parecía el auténtico puré de guisantes londinense. El resonar de sus pasos retumbaba en el adoquinado como un redoble, y de fondo, los otros pasos, más apagados, pero a su mismo ritmo.

Ya tenia que estar a punto de salir a la avenida principal cuando sintió un pequeño golpe en la espalda, el miedo la paralizo en seco y asumiendo que podría ser su último minuto de vida se volvió, lentamente, para dar la cara a su perseguidor. Unos ojos mirando al infinito, fríos e inexpresivos, la escrutaban sin ningún pudor ni respeto. Ella presintió lo peor, pero el terror la tenia tan inmovilizada que no veía posibilidad alguna de reacción.
— Perdone, le he tropezado sin querer, me puede decir si por aquí voy bien para el Hostal el Roble. Es de mi hermana, he llegado hace unos días y todavía no me oriento bien en estas calles.

Ella bajo la vista y vio la mano, que un momento antes toco su espalda, sujetaba un bastón blanco. Esta vez el corazón le latió como un tambor, de alegría; noto como la sangre volvió a dar color a su palidez y las mejillas le empezaban a arder. El ciego no vería su sonrojo, pero seguro que si oiría el desenfrenado latir de su corazón; al pensar esto, todavía se sentía más colorada, pero sentir vergüenza no es ninguna deshonra, respiró profundamente. Cogiendo del brazo libre al buen hombre, cruzaron la calle; al fondo, un letrero, totalmente difuminado por la niebla, parecía querer poner Hostal.

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Leyendas urbanas de mi ciudad I

 La pareja de la plaza mayor


Mi ciudad de provincias no es lo suficientemente pequeña para que nos conozcamos todos pero, sus leyendas urbanas, si son conocidas y contadas en cualquier bar o susurradas hasta en el último callejón.

La primera historia que recuerdo es la de la pareja de la plaza mayor. Cuentan que eran muy conocidos de verlos pasear todas las tardes arriba y abajo del recuadro. Un día se pararon en la esquina de la farola y los vieron como despedirse, algo raro porque siempre entraban y salían, los dos, paseando de la mano.

El caso es que a partir de ese momento, había noches que se veía una chica esperando en esa esquina de la farola y lo mismo que aparecía también desaparecía. Otros días, ya de madrugada, se oían pasos cruzando la plaza rápidamente hasta llegar a esa esquina, una silueta de hombre se detenía y ya no se sabía más de él.

Todavía, bien entrada la noche, mucha gente ha visto en la farola de la esquina de la plaza a alguien, una mujer como esperando, y al llegar a su altura desaparecer. Y en otras ocasiones, ya de madrugada, oír pasos cruzando el adoquinado con paso ligero hasta la susodicha esquina y desaparecer también, sin volver a oírse paso alguno más.

Puede parecer una simple leyenda urbana de una ciudad de provincias pero yo también, en alguna ocasión, en el silencio de la noche, he oído pasos que, al llegar a la farola de la esquina, han desaparecido. Y a la mujer o la chica también, desde mi garita, he llegado a verla, y al momento, ya no estar, desaparecer. Llevo treinta años de vigilante nocturno de la plaza mayor de esta pequeña ciudad y lo puedo jurar.

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El puesto de la señora Jacinta


La señora Jacinta tuvo un puesto de chucherías, de las de verdad, toda su vida. Desde las chufas hinchadas en agua, hasta las aceitunas en fuente de barro, o las manzanas de caramelo, pirulis y hasta regaliz de palo.

Pasar por esa esquina obligaba a volver la vista ante tan ricos manjares para niños y adultos, estimulados por esa mezcla de aromas a dulce y salado. En otoño sus castañas asadas provocaban colas y todos, al transitar por allí, nos sentíamos tentados de ponernos a la fila.

Un año la Parca no perdonó a la buena señora Jacinta y se la llevó de su puesto, sin avisar, dejando las manzanas a medio caramelizar entre sus dulces y salados compañeros de mostrador. Su quiosco de chapa estuvo una buena temporada cerrado hasta que el ayuntamiento, al no haber nadie interesado, lo levanto y se lo llevó. 

Hubo un reconocimiento en un pleno que se aprobó unánimemente, por una vez la persona estuvo por encima de las siglas políticas.  

En su honor colocaron un enorme macetero con un olivo y una placa recordando su querido puesto.

Aquí estuvo más de medio siglo el popular puesto de chucherías de nuestra querida señora Jacinta D.E.P. 1968.

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