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domingo, 15 de octubre de 2023

CONCURSO DE RELATOS XXXVIII ED. MATAR UN RUISEÑOR DE HARPER LEE. "Los olvidados del sótano"

 

CONCURSO DE RELATOS XXXVIII ED. MATAR UN RUISEÑOR DE HARPER LEE.



Los olvidados del sótano

Las oficinas, sobre todo las que ocupan un edificio entero, son en sí mismas una completa sociedad en horario laboral; cual hormiguero humano.  En mi primer año laboral yo fui una mezcla entre becario, chico de la fotocopia, y cartero, de una importante firma únicamente nacional; Pero, eso sí, con un inmueble propio de seis plantas.

En este tipo de empresas la lógica piramidal establecía que cuanto más arriba llegaras también lo haría el salario así como que el trabajo se basaría en tomar decisiones sobre las tareas de la planta inferior. Por ello, los jefes ejecutivos de la sexta aprobarían, o no, los procesos de los directores generales. Y estos, a su vez, sobre los objetivos de los responsables de departamento de la cuarta planta.

Llegar a encargado de sección era la meta profesional a la que los empleados normales podíamos aspirar, aunque quedarse en técnico de departamento del segundo piso o de servicios de la primera era lo más habitual; incluso, de atención al público, en la planta baja.

Yo aquel año empecé desde abajo, en el mismo sótano donde se ubicaba el archivo y custodia de toda la documentación de la empresa. Tanto la física como la informatizada en el servidor. De ahí mi multifuncionalidad, fotocopiando, escaneando, o como cartero recogiendo y entregando sobres por todas las plantas.

Mi jefe (jefa) era el único responsable departamental que no tenía su despacho en la cuarta planta como sus homólogos. En su primera etapa laboral, gracias a un curriculum con tres licenciaturas y dos doctorados (ni los de la sexta tenían ese nivel académico), promocionó rápidamente. Pero en aquella época era la única mujer titulada y, las mentes mal pensantes, vieron a Dios creando un responsable de archivo y custodia de documentación. Y algo que iba a ser puntual y provisional pasó a ser una cadena perpetua dado que aquel (hasta entonces) infravalorado departamento empezó a ser eficiente y operativo gracias a ella.

Con el paso de los años, los de arriba (muy intencionadamente), se fueron olvidando de aquella perla relegada al sótano del edificio. Y mi jefa, por su parte, fue asumiendo asumió que allí acabaría su carrera laboral; sin más reconocimiento que el de su perfecta organización (y la correspondiente prima), pero sin opciones de subir planta alguna. Y eso que, cuando yo fui contratado, en la sexta ya había una ejecutiva (una simple licenciada, pero hija de uno de los socios); más dos arpías en el quinto piso, la de directora de recursos humanos y la de compras (también con algún apadrinamiento poco transparente).

Estuve tres meses a prueba y doña Reme (para su mala estrella Remedios se llamaba mi jefa), a pesar de ser bastante estricta (y hasta gruñona) me permitió seguir; a pesar de varias torpezas acordes con mi inexperiencia. Ella no era tan vieja como para ser mi madre, pero sí esa hermana mayor mandona y seria. El caso es que en un par de años, en aquel sótano nos quedamos nosotros dos solos, mis otros compañeros (todos con alguna tarjeta de alguien superior) promocionaron de planta. Y, estando ya todo informatizado, la empresa consideró que, con un responsable y un ayudante, el departamento de documentación y custodia ya estaba bien dimensionado.

Mi temprana promoción (aun siendo allí abajo) me vino muy bien económicamente y sé que Remedios tuvo mucho que ver con ello. En los siguientes años optimizamos tanto el departamento que salvo para los buitres de la sexta establecimos un horario de entrega y recogida de documentación que, a pesar de las críticas de los de la cuarta y quinta planta, mejoró aún más nuestra eficiencia. Tal vez por eso, nuestros compañeros de arriba, nos pusieron los motes de la bruja y el chupatintas del sótano.

Yo ante aquel menosprecio, una mañana tomando un café los dos (dentro de nuestra cueva habíamos habilitado un cuartito a modo de cocina), rompí el hielo jerárquico y empecé a tutear a Remedios. Ella (mi superiora) ya lo hacía desde el primer día y, entre risas, me dijo: «Ya has tardado en decidirte». 
Aquel momento fue tan mágico, en muchos sentidos, que a ambos nos libró de todo el mal rollo que ese sótano nos había provocado.

Nos habíamos liberado de esa enfermiza frustración laboral reflejada en nuestros rostros, ahora podíamos mirar con cordialidad; y, hasta cómplices, sonreír. Nuestra metamorfosis motivó en todo el edificio el rumor de que fijo manteníamos relaciones. Con la próxima absorción de la empresa por una multinacional, los de arriba decidieron que los amantes del sótano (como nos llamaban ahora), sobrábamos; máxime teniendo tan automatizado el departamento de archivo y custodia.

Una comitiva encabezada por la directora de recursos humanos y cuatro o cinco pedorros más de los últimos pisos bajaron a nuestro sótano a avergonzarnos por nuestra falta de pudor y decencia, exigiéndonos con intimidación (literalmente insultos) firmar 
un despido por causas objetivas para evitar juicios y más escándalos. Reme y yo, después de mirarnos con sorpresa, no pudimos evitar soltar una carcajada.

La sentencia en el juicio fue muy clara, tanto que ninguno de aquel comité puritano forma parte de la plantilla de la nueva empresa. Nuestro sistema de trabajo incorporaba numerosas cámaras de seguridad y lo único escandaloso que recogieron fue aquel amago de linchamiento. Ahora, Reme dirige el centro de datos de la multinacional desde una séptima planta; y yo, soy su compañero, a jornada completa.