CONCURSO DE RELATOS ed. XLIV, jOHN LE CARRÉ, EL JARDINERO FIEL |
Mi pequeña copistería
Si estás en el sitio indicado y el momento oportuno, yo diría que no es venganza hacer lo correcto. Yo nunca tuve la intención de ajustar cuentas el profe que me suspendió lenguaje en COU, me hizo fácil tomar la decisión de no seguir con los estudios. Luego, cuando, unos pocos años después, casualmente me enteré de que hacía caja sin factura ni recibos vendiendo los aprobados, me molestó un poco porque yo era de los del cinco raspado y, a lo mejor sin su lucrativo negocio, yo hubiera podido aprobar su asignatura.
Mi vida había tomado otro rumbo y sin haber seguido un camino plagado de éxitos, tampoco de desgracias que me hubiesen amargado la existencia. En la actualidad yo tenía un pequeño negocio de reprografía y punto de entrega y recogida de paquetes de varias conocidas marcas de Internet. Mi horario era prácticamente todo el día, allí tenía mis cosas, equipo de música, Wifi, nevera, microondas; incluso, hasta en el almacenillo, un camastro por si alguna noche a la hora de cerrar me daba pereza de volver a casa.
Habían transcurrido casi dos décadas desde que deje el instituto y el tema de los exámenes a subasta casi se me había olvidado al poco de enterarme. Por eso cuando en uno de los paquetes vi el nombre de cierto antiguo profesor, tarde un rato en relacionarlo. Don X daba mates y recuerdo que era inseparable de Don Z el vende aprobados, De hecho creo que estudiaron al tiempo y eran de la nueva hornada cuando yo hice mi último año allí.
Aquella misma tarde cerca de las ocho (yo solía cerrar a las nueve, aunque si seguía dentro como casi todos los días si me picaban la puerta atendía sin problema) dos sujetos, unos diez años mayores que yo, entraron a buscar aquel preciso paquete que por la mañana me trajo tan agridulces recuerdos de mi último curso.
A primera vista sus caras no me resultaron ni conocidas o vagamente familiares, pero cuando el que acompañaba al que me pidió el paquete le dijo algo de ir a tomar algo a tal sitio; reconocí al momento ese timbre metálico que resultaba entre amanerado y estridente de Don Z. Ellos, por su parte, menos me iban a reconocer y por eso mi leve sonrojo por aquel inesperado reencuentro les pasó del todo desapercibido.
La semana siguiente, como un déjà vu, se repitió la misma escena, y así en lo sucesivo, cada jueves se presentaban allí los dos a última hora de la tarde a recoger su paquete. Como ya comenté al principio, yo no tenía inatención alguna de vengarme de mi examen de lengua suspendido, pero la mañana de aquel jueves el repartidor me trajo el paquete semanal de Don X con el precinto mal pegado aunque sin romper.
No me costó mucho liberar la solapa de uno de los lados para poder ver su contenido. Mi sorpresa fue mayor que cuando me enteré de la venta de exámenes. En apariencia era un libro de problemas matemáticos para aficionados, pero en su interior, y con un simple trozo de celo, había una memoria MicroSD sujeta. No se dé que color me pondría yo en aquel momento con semejante descubrimiento. El contenido de aquella memoria podría ser mucho más grave que la venta de exámenes finales de lengua o mates.
Lo primero que hice fue, como en las películas de espías, cerrar todas las conexiones de mi portátil antes de intentar copiar el contenido de tan sospechosa tarjeta de memoria. Así lo hice y volví a colocarla con su trocito de celo en el libro y cerré el paquete como si nada hubiera pasado. En cuanto a la preciada información, lógicamente, estaba zipeada y con contraseña, así que ni la más remota idea acerca de su contenido.
Aquel jueves, como ya era su costumbre, X y Z se pasaron a recoger a última hora su paquete semanal. Yo había fijado mejor el precinto y, a simple vista, nadie podía intuir que hubiera sido violado su contenido y descubierto su secreto. Yo, por mi parte, me había pasado, entre fotocopia y algún plastificado, buscando por Internet si había alguna forma de acceder a un fichero comprimido con contraseña con muchas más expectativa que éxito alguno.
Me enfrasqué tanto con aquel asunto que ni ese jueves ni los días siguientes volvía a casa a dormir tratando de encontrar solución a enigma de la memoria. Menos mal que en mi trastienda también hay un aseo completo y siempre tengo algo de ropa para cambiarme.
Fue el jueves siguiente cuando al llegar el nuevo paquete me fijé en que aparte de la etiqueta hay otra como de control con un código. Revisé la foto que se hace para justificar la entrega de la semana anterior y al meterlo como clave en el fichero este se abrió al instante dándome la opción de descomprimir su contenido.
Aquella tarde, a eso de las ocho y media, Xavier y Zacarías (que realmente así se llamaban), fueron detenidos por cuatro agentes y no, precisamente, por vender exámenes. Yo tuve que firmar un montón de papeles sobre Seguridad del Estado y confidencialidad, pero mi pequeña tienda de reprografía y paquetería es ahora una estafeta al servicio del Reino; Y, muy generosamente, soy pagado por ello.