Entrada más destacada

CONCURSO DE RELATOS 40ª Ed. EL VIZCONDE DEMEDIADO de Italo Calvino

CONCURSO DE RELATOS 40ª Ed. EL VIZCONDE DEMEDIADO de Italo Calvino El Alma se viste con negra capa Cuando mueres, no vas al Cielo o al Infie...

jueves, 22 de octubre de 2020

Re: XXIII EDICIÓN: 1280 ALMAS DE JIM THOMPSON

 Después de una siesta de más de un año hago esta entrada especial. Publicada originalmente en:

jm vanjav hasta en 500 palabras+

https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjKTGDwTIZOe0KUDt4g0tdE_Lnokc0psvuv-bV6f2FSrlrgLzdTDACTFWTfvWl2sVfO2AJV32xQRZwDQOYr2wIOSzjKFR60rZQsTnVpO1jy3ilLZj98uVh1n3nl4JmoUyOoG45wCbwXhUM/s2048/XXIII+EDICI%25C3%2593N+1280+ALMAS.jpg

 XXIII EDICIÓN: 1280 ALMAS DE JIM THOMPSON

 

 

 Tal para cual

No me gusta hablar de mí con nadie. Solamente lo hago en los bares de carretera cuando el alcohol de madrugada me suelta la lengua. Soy el centro de atención de los parroquianos que se burlan de mi verborrea etílica. Que cosas, cuando los dejó reírse a carcajadas de mí, mientras tambaleante trató yo de acercarme al servicio. Pobres infelices, ni por la cabeza se les pasaba que use la puerta trasera del callejón. La mecha lenta en el depósito de combustible me permite tiempo de sobra para volver dando tumbos hasta mi sitio y al poco oír como explotan sus rancheras como por arte de magia. Sus caras burlonas se vuelven de desesperación al comprobar como, sus queridos vehículos tuneados, acababan ardiendo por los cuatro costados. Ya se sabe que quien ríe el último lo hace con más ganas.

Mi personaje tambaleante por el exceso de bebida es la solida cuartada que me exime, a su pesar, de la autoría de esas fogatas rodantes. Incluso aquella noche en la que los moteros me invitaron cada uno a una ronda para emborracharme para con la misma quedarse con mi maletín de muestras de bisutería como premio. Pobres ingenuos, cuando sus motos explotaron ordenadamente como fichas de dómino, se olvidaron de mí y de mis muestras tratando desesperadamente de salvar algo más que chatarra quemada de sus monturas.

Todos tenemos algún punto débil y el mío fue la chica de la autocaravana. Astuta como una serpiente se acercaba a sus víctimas y los engatusaba con sus dos exuberantes buenas razones. A la mañana siguiente, en mitad de cualquier cruce secundario, aparecerían con una resaca monumental y en paños menores; los pobres paletos volverían a su casa, con el rabo entre las piernas, sin contar nada de lo ocurrido ni mucho menos con amago de denunciarlo. Conmigo la cosa cambió y, cuando me ofreció el último trago en su remolque, yo cambie los vasos y ella fue quien acabó drogada. Al intentarme aprovecharme de la situación no conté con el as de su manga. Un doberman que, de improviso y silencioso, me obligó a encerrarme en el minúsculo baño de la roulotte, hasta que Ella volviera en sí.

Por la mañana, reconociéndonos ambos los méritos del otro, decidimos probar a seguir juntos una temporada. Pusimos en común nuestras habilidades y, a parte de timar a los reprimidos aldeanos o quemar los vehículos de los más bocazas, competíamos entre nosotros para ver quien quedaría finalmente por encima del otro. Así empezaron nuestras andanzas que, casi a diario, tenían titulares en la prensa local y hasta estatal. Lo de la furgoneta que ardió con una pareja durmiendo dentro pasó como un desgraciado accidente. Cuando, en el servicio de un restaurante de veinticuatro horas, encontraron a tres miembros de una despedida de soltero con los pantalones bajados y sendos cortes de lado a lado del cuello ya no pareció algo tan accidental. La congregación religiosa asfixiada en pleno acto religioso, por una quema masiva de marihuana, tampoco tenía pinta de designio divino; más que nada por estar las puertas y las ventanas bloqueadas desde fuera.

La escalada de víctimas, que detrás íbamos dejando, aumentaba al tiempo que el círculo policial nos iba cercando. Decidimos hacer una última hazaña antes de cambiar de estado; después ya veríamos. La fortuna nos llevó a un pueblo limítrofe en plena celebración de una boda con todos sus vecinos presentes. Lógicamente no tuvimos el menor problema para colarnos en la fiesta y echamos en cada ponchera una buena cantidad matarratas o de laxante. Después nos sentamos placidamente a contemplar el espectáculo, ganaría quien más afectados suyos tuviera. Al poco el parque, donde se ofrecía el ágape, se llenó de retorcidos cuerpos por el suelo gritando. Los demás, a priori más afortunados, como podían medio ocultos entre los setos, defecaban compulsivamente.

Al día siguiente, desayunando al otro lado del estado, oímos la noticia de tan movida boda. Parece que nos confundimos en las dosis y, si bien con el laxante nos pasamos, con el matarratas nos quedamos cortos; los afectados por el veneno después de un lavado de estómago volvieron a sus casas. Los incontinentes sí tuvieron que seguir ingresados para poder estabilizarles; convinimos un empate técnico. Aprovechando que Ella fue al servicio, edulcoré su café generosamente con matarratas, para acabar con esa igualdad.

 
Como antes mencioné, Ella era mi punto débil. No me importó que condujera sabiendo que en minutos el veneno la haría retorcerse de dolor. En esta ocasión yo tampoco preví que, mientras fui a coger un periódico durante el desayuno, Ella me echará bien de laxante en mi zumo. Así justo, al empezar a descender por un zigzagueante puerto de montaña, tuve que irme inexcusablemente y la con la máxima urgencia al pequeño servicio de la autocaravana. Desde allí sentado la empecé a oír gritar de dolor, una y otra vez con más fuerza y angustia en cada alarido, sin que mi incontrolada evacuación me permitiera moverme de la baza. No sé cuanto duró su agonía mientras, a golpe de volantazos, íbamos bajando por ese retorcido puerto. Solo sentí como en un momento, mi cuerpo se elevó del improvisado trono, para a continuación inclinarse como en un vertiginoso salto de eslalon. Ella ya había dejado de gritar, así que finalmente, yo había ganado; al menos durante esos breves segundos, de nuestra caída libre, por el barranco.