Entrada más destacada

Concurso de relatos 41ª ed. La casa de los espíritus de Isabel Allende. (Dogy y yo)

  Concurso de relatos 41ª ed. La casa de los espíritus de Isabel Allende Dogy y yo Yo nunca he tenido miedo de fantasmas o espíritu alguno y...

miércoles, 30 de junio de 2021

MICRORRETO: ¡A CIEGAS!

 Publicado originalmente en:

https://jmvanjav.wordpress.com/2021/01/15/microrreto-a-ciegas/


Dicky & Ricky Agentes Secretos

El cine siempre me ha gustado, en especial las películas trepidantes y de acción. Las ruedas chirriantes y los rugidos de los motores en las persecuciones, los tiroteos interminables, las explosiones, pero sobre todo los impactos de los golpes en las peleas.


Igual, por eso mismo, tengo metido en la cabeza que yo podría ser un agente secreto muy cualificado. Reúno varios requisitos que no todo el mundo posee. Tengo un oído privilegiado, lo mismo detecto el más leve sonido que puedo, entre un montón de ruidos, filtrar una determinada conversación. En cuanto al tacto soy capaz de abrir cualquier cerradura, y seguramente hasta una caja fuerte, con la sensibilidad de mis yemas. Mi olfato no se queda atrás, antes de beber identifico el contenido, incluso si le han añadido algo para gastarme una broma. Paseando con mi perro Dicky puedo seguir a alguien sin llamar la atención; sentándome, incluso a su lado, en el parque. No tengo tampoco problemas de orientación, soy un GPS andante en cualquier situación, sin planos o brújula alguna. No tengo miedo a las alturas, ni por supuesto a la oscuridad, pudiendo cumplir misiones en cualquiera de esas condiciones. En definitiva, doble cero o no, yo sería un agente secreto cojonudo.


De hecho, en el instituto practico, Dicky como buen perro lazarillo es mis ojos y me avisa para no ser pillado.
Puede que no tenga muy claro que es eso de la luz ni los colores, pero mi imaginación es como la de cualquiera.

Dicky & Ricky “El caso de la carta y el buzón forzado”

Dicky & Ricky agentes secretos

Para los videntes la observación se basa casi por completo en lo que perciben por los ojos. En mi caso son el resto de sentidos los que me informan de todo lo que ocurre a mi alrededor; bueno, y Dicky mi perro lazarillo, que me avisa por si algo se me escapa. Por eso formamos el mejor equipo de detectives del barrio.

El caso de la carta y el buzón forzado

Uno de nuestros primeros casos se remonta a hace algo más un año, justo cuando me entregaron a Dicky, mi joven Golden Retriever, recién licenciado de su entrenamiento. Salíamos todas las tardes a dar un largo paseo para conocernos y adaptarnos el uno al otro. Una de esas tardes noches de octubre llegamos al portal cuando, mi nuevo compañero y amigo, me hizo un sutil gesto como que alguien más estaba allí. Mientras pulsaba el botón de llamada del ascensor agudice mis sentidos, percibí un leve temblor como de alguien que no quiere ser descubierto y el inconfundible Eau de Rochas de mi vecina del segundo Doña Carmina. Tengo buena relación con mis vecinos y si ella no quiso delatarme su presencia yo tampoco la pondría en evidencia.

Al día siguiente, cuando bajábamos a nuestro paseo, en el portal había un corrillo de propietarios. Al menos distinguí cuatro voces diferentes y no menos de seis olores. La discusión era porque uno de los buzones había sido forzado y pensaban que algún intruso había entrado a robar en el portal. Lo curioso es que la cerradura reventada correspondía a una vivienda ocupada solo en verano por los hijos del antiguo propietario. Para más misterio los allí presentes comentaban que, la propaganda y cartas de recibos seguían dentro, no esparcidas por el suelo como sería lo habitual; algo que Don Maxi remarcaba insistentemente, intentando convertir lo de intento de robo en una broma o gamberrada sin más.

Saludé a los presentes como si conmigo no fuera la cosa y durante el paseo con Dicky fui atando cabos. Solo me faltaba, a nuestro regreso, comprobar si mi teoría era acertada. Reconozco que estaba un poco nervioso, pero más por la excitación del caso que por el miedo al fracaso. Al entrar al portal Dicky me dejo claro que no había moros en la costa y nos dirigimos a los buzones, allí hicimos otra comprobación para no ser descubiertos, ningún ruido ni olor humano, estábamos solo Dicky y yo.

Acerque mi nariz al buzón descerrajado y a continuación al de justo al lado, precisamente el de Don Maxi, había todavía restos en ambos del mismo aroma perfumado. ¡Ay, pobre Doña Carmina! apostaría a que tan coqueta ella bajo sin las gafas y se confundió de buzón al meter la carta, seguramente de sus Amores secretos, en la rendija equivocada. Don Maxi notificado del percance por su cómplice, iría más tarde con nocturnidad y alevosía a forzar la cerradura, pudiendo recuperar así tan esquiva y traviesa correspondencia. De ahí que al día siguiente, quisiera con tanta insistencia, quitar gravedad al asunto y dejarlo como una mera gamberrada.

Bueno, no tiene nada de malo que dos septuagenarios viudos quisieran compartir su soledad y lo fueran negociando usando el método tradicional de su juventud, el de las cartas manuscritas. Mucho más personal y romántico que los mensajitos tan de moda hoy en día. El caso es que el tiempo me dio la razón; al poco, más o menos cuando ya se había olvidado lo del buzón reventado, salieron los dos vejetes del ascensor. De la mano, sacando a la luz que compartían una muy afectiva relación. Por supuesto, desde esas navidades, ya se comieron juntos el turrón.

Dicky & Ricky “El caso del unicornio desaparecido”

Dicky & Ricky agentes secretos

Para los videntes la observación se basa casi por completo en lo que perciben por los ojos. En mi caso son el resto de sentidos los que me informan de todo lo que ocurre a mi alrededor; bueno, y Dicky mi perro lazarillo, que me avisa por si algo se me escapa. Por eso formamos el mejor equipo de detectives del barrio.

El caso del unicornio desaparecido

Este caso es muy reciente, del final de las fiestas de Navidad en la misma semana de Reyes. Yo no soy un desecho de simpatía y aunque por mis gafas negras me han dicho que parezco interesante también que puedo dar bastante de miedo, por mi forma tan segura de actuar o de hablar, impropia de mi situación. Con eso suelo bromear cuando me presentan a alguna chica. Hasta que no las noto inquietas y hasta temerosas, por estar con un tipo tan raro como yo, no les digo que soy invidente; salvo con una, que de los nervios me plantó un buen bofetón, con el resto la cosa acabó entre sonoras risas.

Desde que voy con Dicky la cosa cambio. Se ve que infundimos confianza, son muchos los niños que se nos acercan para acariciar al perro del chico de las gafas negras. Martina es una niña de seis o siete años, que vive en el portal de al lado, cuando coincidimos a mí me saluda educadamente, pero con Dicky se deshace y nos tenemos que parar un par de minutos para que pueda saciar su efusividad. En Navidad me enseñó el Unicornio que Santa Claus la regalo, lo palpé con cuidado como si estuviera vivo, y aunque parecía de papel la niña todo convencida me dijo que ya nunca no se separaría de él como hacía yo con Dicky.

El viernes del fin de semana anterior a Reyes, al pasar por el portal de Marina después de nuestro habitual paseo de la tarde, me saludo el padre de la niña. Estaba cargando cosas en el coche para pasar el fin de semana en la casa del pueblo y me pidió que esperara un minuto. En menos que eso ya oí a la pequeña correr por el portal para saludarnos, en especial a Dicky. Estaba muy contenta porque vería a sus primos y jugarían con el cachorro que les habían regalado y por eso mismo no se llevaría el unicornio. Martina antes de subirse al coche, después de habérselo insistido la madre más de cuatro veces, al oído como un secreto me dijo que su unicornio vigilaría la casa y a su hermano, que dijo que no podía ir porque tenía que acabar un trabajo para llevar a la universidad.

Ese mismo domingo al bajar la basura a los contenedores de reciclado, los distingo sin problema por la forma de su boca, no echo las botellas en el del plástico ni nada parecido, no como otros que parecen ser más ciegos que yo. Al ir a meter unos cartones en el recipiente para el papel noté que algo obstruía su boca y además con un fuerte olor a vodka. Después de unos segundos, pensado en que asquerosidad podría encontrarme allí, pasé a la acción y recorrí con las manos la entrada del contenedor. El tacto, a pesar del tufo alcohólico me resultó conocido, así que saqué mi móvil e hice una foto. Cuando el clic me confirmo la captura de la imagen le dije a mi smartphone que abriera la última entrada de la galería y que identificara lo que era.

El lunes me hice el encontradizo, sé perfectamente los horarios de mis vecinos y la hora en que Martina con su madre suele ir al supermercado. La verdad es que tuve que dar tres vueltas a la manzana, no soy un reloj suizo, para encontrarme con una desconsolada niña que sollozando nos saludó. La madre me dijo que el disgusto era porque cuando regresaron el dichoso unicornio había desaparecido, como si nunca hubiera existido, y el hermano juraba y perjuraba que no lo había visto, bastante tuvo con poder acabar el trabajo de la Uni.

Al despedirnos ya solo me restaba atar un cabo para resolver el misterio del unicornio desaparecido. Con Jaime, el hermano de la niña, no suelo coincidir, pero es amigo de uno de mi escalera; y yo, me llevo bien con mis vecinos. Michel como un clavo a las dos y diez entraba por el portal, recién había acabado la carrera y estaba de pasante en una firma de abogados. En el ascensor, como quien está al cabo de todo, le pregunté por la fiesta del fin de semana pasado. Le escuché una reprimida carcajada de complicidad al tiempo que me daba una palmadita en el hombro. Solo tuvo tiempo de decirme, que solo eran dos parejas, pero que estaban completamente desmadrados, en el breve trayecto hasta el tercer piso.

El día de Reyes quise cerrar el caso y a la hora del paseo matinal, toqué un timbre del portal de al lado. Pregunté por Jaime y le pedí que bajara un momento para entregarle una cosa. Algo reticente finalmente accedió a bajar. Ya en el portal insistió en parecer extrañado por mi petición, pero su respiración alterada no consiguió confundirme a pesar de su tono de sorpresa. En cuanto le entregué la bolsa, por donde asomaba un gracioso cuerno, se vino abajo su actuación. Como Michel me contó, la cosa se desmadró aprovechando que no estaban sus padres, y sin saber como (o no me lo quiso decir) se empapó el unicornio de su hermana con vodka. Claro, con ese olor, al regresar sus padres se enterarían de la fiesta allí montada. Así que a la mañana siguiente, con una resaca monumental, solo se le ocurrió recogerlo todo y hacer desaparecer las pruebas.

Aunque me costó lo mío quitarle la peste de borracho al unicornio de Martina, con unos días ventilando al sereno y perfumándolo, conseguí que la niña recobrara a su amigo de papel. Por otra parte, yo no soy un chivato y, cierta desmadrada fiesta, seguirá siendo un secreto para los cuatro participantes de la misma, Dicky y este menda. Estoy seguro de que, si algún día necesitara un favor del hermano de mi vecinita, él sabrá agradecer nuestra detectivesca discreción.

Dicky & Ricky “El caso del pendiente de brillantes”

Dicky & Ricky agentes secretos

Para los videntes la observación se basa casi por completo en lo que perciben por los ojos. En mi caso son el resto de sentidos los que me informan de todo lo que ocurre a mi alrededor; bueno, y Dicky mi perro lazarillo, que me avisa por si algo se me escapa. Por eso formamos el mejor equipo de detectives del barrio.

El caso del pendiente de brillantes

He vivido con mi hermana toda la vida. Normal, ella es mayor que yo aunque no voy a decir exactamente los años que me saca; como buen agente secreto o detective la discreción es fundamental máxime siendo alguien de la familia. El caso es que Lina, Carolina para sus amigas y solo Carol para sus novios, ha sido mi entrenadora personal desde que tengo recuerdos. Jugáramos a lo que fuera, yo me llevaba los trompazos, y ella ganaba. Al principio yo tenía mal perder, pero después del rato de frustración la volvía a buscar para un nuevo juego. Con el tiempo e innumerables tropiezos, golpes y hasta alguna escayola, empece a empatar y hasta a ganar. Por ejemplo, a la gallinita ciega (que nombre más apropiado para un juego), jugábamos si venían sus amigas a casa; hasta que se dieron cuenta de que, sin tocarlas, ya las conocía por el olor.

Así mi infancia de juegos con Lina fue un puro aprendizaje, para valerme con más soltura de la que se le podía presuponer a un invidente. Mi licenciatura de ese particular campamento coincidió con la edad en que Ella empezó a tontear con los chicos. Yo me hacía el despistado cuando hablaba con ellos por teléfono, pero me enteraba de todo; y, aunque guardaba el secreto de sus citas a nuestros padres, si la advertía de las intenciones de sus ligues. Lina se pensaba que lo hacía por fastidiarla y pasaba de mí, pero cuando se llevó un par de chascos empezó a ver en mí un buen aliado para evitarse más desengaños. Era divertido como a gallitos tan creídos de sí mismos, en cuanto yo le hacía a mi hermana la seña convenida, los mandaba a paseo sin contemplaciones; Ricky era su polígrafo personal, por supuesto con la máxima discreción, y ahora ya con Dicky completamente infalibles.

Esto me recuerda la ocasión que yo la di el visto bueno a una cita con un tipo tímido de voz algo temblorosa, pero sincero en cuanto a sus intenciones. Ese fin de semana estábamos los dos solos, y yo con catorce años, ya podía valerme sin mi hermana de carabina para cuidarme. Lina, después de una buena temporada saliendo solo con sus amigas, había vuelto a quedar y estaba bastante nerviosilla por ello. Todo iba bien hasta que al arreglarse se dio cuenta de que la faltaba un pendiente. Desde que nuestra madre la regalo los pendientes de brillantes de la abuela no se los quitaba nunca, debían ser algo digno de verse, a mí solo me parecían una cosita bastante menudita como con unos trocitos aún más pequeños de cristal.

Salió del baño fuera de sí y puso su habitación patas arriba tratando de encontrarlo. Debió estar así como una hora sin ningún éxito para acabar sentándose en el sofá abatida y sin la menor gana de salir. Yo lo notaba, como si la viera, por su angustiada forma de respirar. Me senté y le pasé la mano por el cuello, como ella misma me enseño cuando era yo el afligido. Tenía el pelo húmedo e instintivamente le dije que si había mirado bien en el baño. Su llanto contenido vio una pequeña luz de esperanza y rápidamente fue al servicio. A los diez minutos, no mucho más, regreso si cabe más cabizbaja. Me puso mi mano sobre su palma, note algo metálico y minúsculo, había encontrado la tuerca del pendiente. Daba por hecho que al secarse el pelo la joya se hubiera ido por el desagüe y con suerte estuviera en el sifón, o para siempre perdido.

Sin mediar palabra decidí hacer mi propio examen del cuarto de baño y si fuera necesario hasta desmontar ese dichoso sifón. Me repartí el aseo por zonas, lavabo, plato de ducha, taza del váter, armario de toallas, cesto de la ropa y lavadora, para ser de lo más exhaustivo en mi búsqueda. A medida que acababa cada una de las secciones mencionadas, rápidamente me lavaba las manos y me las secaba exhaustivamente, para aumentar mi tacto y eliminar cualquier textura u olor; en un baño, a ciegas, no se sabe muy bien que puedes acabar tocando. Cuando vacié la lavadora encontré la toalla mediana con la que Lina se había secado el pelo, estaba bastante húmeda y olía a champú. La palpé con mucho cuidado pensando que se podía haber enganchado en ella el dichoso pendiente.

Pues no, no estaba allí trabado, lo único que note, en uno de sus extremos, fueron unos hilos algo más sueltos que el resto. Al momento se me iluminó la imaginación y con muchísimo cuidado, acabé de vaciar el tambor de la lavadora. Durante dos minutos fui palpando centímetro a centímetro esa pieza redonda y metálica llena de agujeros. Justamente, detrás de la goma del gran ojo de la lavadora, reconocí unos particulares cristalitos en mis yemas. Me puse el pendiente de la abuela en la mano derecha y la cerré con cierta fuerza, no fuera a ser que ahora yo lo perdiera nuevamente.

Como buen detective, en aquella época todavía en prácticas, quise mantener el suspense hasta la última escena. Me senté al lado de mi hermana y ella me abrazó como reconociendo mi intento por ayudarla. Yo también le pasé mi mano izquierda por el cuello, como la vez anterior, solo que ahora la separé para arrearle una colleja. En esta ocasión no se inmutó pensando que era un justo reproche por su descuido. A continuación, esa misma mano suelta fue andando como una araña por su brazo hasta pararse en sus dedos; ahora ya sabía donde poner mi otra mano con su brillante sorpresa.

Lina no acertó a decir palabra alguna, pero por su suspiro de alivio no hizo falta. Recogió el baño, a saber como yo lo habría dejado con mi meticulosa búsqueda, y acabó de arreglarse para su cita con mister voz temblorosa. Ya en la puerta y después del sermón de hermana haciendo de madre; que fuera bueno, que si me pasaba algo la llamara por el móvil, y todo eso; me cogió las manos para que yo volviera a tocar los sentimentales cristalitos de los lóbulos sus orejas. A continuación, la cabrona de ella, me planto un sonoro beso en los labios; de sobra ya sabía las arcadas que me daba el sabor del carmín.

Dicky & Ricky “Misión perro lazarillo”

Dicky & Ricky agentes secretos

Para los videntes la observación se basa casi por completo en lo que perciben por los ojos. En mi caso son el resto de sentidos los que me informan de todo lo que ocurre a mi alrededor; bueno, y Dicky mi perro lazarillo, que me avisa por si algo se me escapa. Por eso formamos el mejor equipo de detectives del barrio.

Misión perro lazarillo

Desde bien pequeño, yo creo que desde que toque por primera vez un cachorro, quise tener un perro. Cada año por mi cumpleaños o en navidades lo pedía como mi regalo favorito. Siempre mis padres me daban largas para el siguiente año, y con ese engaño comencé antes la escuela. Allí nos dijeron que para nosotros había unos perros especiales que nos podían ayudar para poder valernos solos todo el día sin personas adultas con nosotros, pero que su adiestramiento era muy largo y no todos lo llegaban a terminar. Con las cosas así, nosotros también tendríamos que estar bien preparados, algo que hasta los quince o dieciséis años no seria.

Por cuanto a lo del perro, en mi casa hubo unos años con sus correspondientes cursos académicos, de tranquilidad. Mis notas escolares no fueron precisamente buenas el año que cumpliría los quince, contrastando con la habilidad y sensibilidad de mis sentidos que sí eran de notable alto. Esto último me abría la puerta para ir a un instituto normal el siguiente curso necesitando solo un tutor de apoyo. Todo ello implicaba que para mi pleno desenvolvimiento me acompañara un perro guía. Esta posibilidad de ir a un centro de videntes volvió a poner en la mesa el tema de mi mascota canina, algo de lo que ya me encargue sacando el tema viniera o no a cuento.

Finalmente, seguramente, motivado para la expectativa peluda aprobé el curso sin mayor problema. Ahora venía la delicada fase de convencer a mis padres para ir en septiembre a un instituto no especial. Visto mi repunte en las notas, finalmente me dijeron que se lo pensarían durante el verano. Por su tono de voz, supe al momento que ya lo tenían más que pensado, y se esperarían a mi cumpleaños en julio para darme la sorpresa. Mi hermana, a todo esto no abría la boca sobre el asunto canino, para que yo no la pillara y se delatara a mis expertos oídos.

Y así fue, mi regalo de cumple, estaba en una caja de cartón de un tamaño mayor que el habitual. Nada más levantar las tapas un hocico húmedo rozo mis manos. Ese fue mi primer contacto con Dicky y cada vez que me vuelve a rozar me resulta un eco de ese recuerdo tan especial. En cuanto salió de la caja me apresuré a grabar su aspecto, su tacto y su olor en mi mente; mediano, pelo corto y suave, respiración suave, tranquilo pero amigable. Nada que ver con esos inquietos cachorros que ladran saltan y corren, que lo mismo vienen o se van sin saber como poder echarles mano.

Desde ese momento, tal vez por ser yo Ricky, le puse Dicky de nombre. Mis padres y Lina no pudieron evitar una sonrisilla, pero yo me lo tomé como que les había hecho gracia el que nuestros nombres rimaran. Así quedó el tema y desde ese mismo día empecé con mi perro lazarillo a salir a la calle para ir a acostumbrarnos el uno al otro. Los dos primeros días me acompañó mi hermana, para que mis padres no se pusieran de los nervios, pera al tercero ya conseguí que fuéramos los dos solo sin carabina.

Dicky con el arnés me obedecía, fiel y disciplinado como un bastón mágico, a mis gestos. En cambio, cuando lo llamaba por el nombre, parecía mostrarse completamente indiferente. Tal vez tenía que acostumbrarse a oír su nombre y sería solo cuestión de tiempo. Todos los días, después de recorrer el parque, me sentaba en un banco e intentaba enseñarle órdenes básicas; él siempre me obedecía si primero no decía Dicky. A veces sentía a la gente pasar por al lado y notaba como si se taparan la boca para ocultar sus risas, yo pensaba que era por mi torpeza como adiestrador, pero seguramente con algo tiempo y bastante más paciencia lo conseguiría.

No tuve que esperar mucho, en el tercer día que bajamos solos a la calle mientras yo insistía por enésima vez con mis fallidos entrenamientos verbales, se me acercó una niña y me preguntó por qué le había puesto nombre chico a mi perrita. El calor que de repente me vino a la cabeza, como si esta súbitamente me ardiera, me hizo sentir más vergüenza que aquella vez cuando en el centro comercial me equivoqué de servicio; entrando en el de mujeres y todo decidido, si no es por los gritos de las presentes, casi utilizo su lavabo como urinario.

Aún con ese sofoco noté la presencia de un buen corrillo de gente detrás de esa atrevida niña que no tendría ni diez años. Para ganar tiempo le contesté que hay tanto hombres como mujeres que se llaman Fran, pero no coló y me replico que en la chapa que llevaba la perra seguramente vendría su nombre. Vaya, casi una semana paseando con mi perro lazarillo y ni me molesté en leer lo que ponía su placa, seguramente en braille, ahora sí que me sentía realmente sofocado.

Daina, eso decía la chapa de mi perro. La niña soltó un ajá de satisfacción y el animal no se quedó atrás, puso sus patas delanteras a modo de saludo encima de mis rodillas; a los siete u ocho espectadores de mi ridículo solo les faltó aplaudir para rematar la escena. Yo quería perro un lazarillo, pero nunca indique de que género, esa era la realidad. Así que culpa mía y tuvo que ser Cira con solo nueve años, desde ese día amiga nuestra de pleno derecho, quien me hiciera ver la luz acerca de Dicky.

Al llegar a casa, en vez de echar la bronca a mi familia por ocultarme el nombre real y el sexo de mi perro, ideé un plan para seguir con el engaño hasta que ellos acabaran confesándomelo. En el parque a Daina le daba las instrucciones vocalizando su nombre en bajito y a continuación diciendo Dicky fuerte y claro. La cuestión es que la pobre perra, por aburrimiento o más bien pena hacía a mí, consintió finalmente en obedecer con los dos nombres como si el suyo fuera el de pila y Dicky el apellido.

Casi un mes tardaron mis padres en decirme que mi lazarillo era en realidad perra. Seguramente, cuando a su juicio pensaron que ya estábamos suficientemente encariñados, y no me enfadaría por ello. Yo, después de hacer una magistral interpretación, la de un pobre muchacho invidente cruelmente engañado por sus propios padres y su querida hermana, cambie el registro hacía la ironía y les dije:

“Así que… (pausa dramática) al igual que en la película ¿Victor o Victoria?Dicky es Daina“. Después de mi falso berrinche, el tenso silencio resultante no se premió con una sonora ovación hacia mi actuación, solamente con una tímida risa contagiosa y por unas ya muy familiares patas apoyadas sobre mis rodillas.

Dicky & Ricky “Misión de rescate en los columpios”

Dicky & Ricky agentes secretos

Para los videntes la observación se basa casi por completo en lo que perciben por los ojos. En mi caso son el resto de sentidos los que me informan de todo lo que ocurre a mi alrededor; bueno, y Dicky mi perro lazarillo, que me avisa por si algo se me escapa. Por eso formamos el mejor equipo de detectives del barrio.

Misión de rescate en los columpios

Las voces de ¡Ayuda! y ¡Socorro! llegaban del otro lado del parque. No sabía exactamente el motivo y las mujeres que a duo así gritaban parecían cada vez más asustadas. El camino más corto desde mi posición hacia ellas era volver sobre nuestros pasos y cruzar por el puente del estanque. A mi señal Dicky me llevó casi corriendo hasta el paso y en menos de un minuto ya estábamos al pie de los desconsolados gritos. Por las voces ahora completamente nítidas identifique que eran de tres mujeres mayores, las típicas abuelas que llevan a los nietos a los columpios, donde precisamente estábamos ahora.

De ese coro polifónico conseguí separar a la voz más templada para que me explicara la situación. La buena mujer, algo sorprendida por el interés de un invidente y su perro lazarillo, me dijo que un tercer niño, sin que ellas se hubieran dado cuenta, había trepado por una especie de árbol hecho con una red y que una vez arriba se había quedado agarrotado incapaz de volver a bajar. No me hizo falta preguntar si había alguien más que pudiera subir por las cuerdas y bajar al pequeño, serian sobre las cuatro de la tarde y contando a Dicky éramos ocho.

Bueno, mientras mi perro seguía aguantando caricias y abrazos de los dos pequeños, yo me encaminé hasta esa atracción de cuerdas para intentar bajar al precoz escalador hasta el campamento base. Afortunadamente el duo de sopranos había dejado de gritar viendo, seguramente estupefactas, como su amiga me iba dando las indicaciones durante mi ascensión. En cuanto controle el balanceo de las cuerdas, agarrado literalmente de pies y manos, no tuve mayor problema en ir acercándome al asustado crio que jadeante oía ya respirar encima de mí.

En cuanto lo trinqué con un brazo y se sintió bien agarrado, el pequeño travieso sin conocerme de nada se agarró de mi cuello con sus bracitos como si fuera un medallón humano. En el descenso, aunque yo ya sabía bien como poner los pies y la mano libre, lo hice casi a cámara lenta para asegurarme de no meter la pata a última hora y también para darle un poco más de emoción a este salvamento. Al llegar al suelo me pareció oír aplausos, pero igual solo fue en mi imaginación. La bronca de la abuela al niño fue como para que volviera a trepar por la red, vaya genio el de la buena señora; menos mal que, cuando la criatura empezó a llorar desconsoladamente, se le pasó plantándole dos sonoros besos.

Las tres mujeres seguro que se quedaron con mi cara, los niños con la de Dicky, y yo con el olor de todos ellos. Así que a partir de ese día, cada vez que volvíamos al parque, Dicky (que es el más listo de nosotros dos) me avisaba de su presencia. Y si estaban en grupo, como la última vez, astutamente me empezaba a cambiar la dirección del arnés para evitarse la previsible sesión de sobeteo; los niños le gustan de uno en uno, no de dos en dos y mucho menos de tres en tres.


No hay comentarios:

Publicar un comentario