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Concurso de relatos 46ª Ed. Momo de Michael Ende. (La finca de la curva)

  Concurso de relatos 46ª Ed. Momo de Michael Ende. La finca de la curva El pueblo donde de crío pasaba los meses de julio y agosto fue dura...

martes, 15 de abril de 2025

Concurso de relatos 46ª Ed. Momo de Michael Ende. (La finca de la curva)

 

Concurso de relatos 46ª Ed. Momo de Michael Ende.



La finca de la curva


El pueblo donde de crío pasaba los meses de julio y agosto fue durante años la referencia de esos meses que en aquellos años se me hubieran hecho interminables, si no fuera por las escapadas nocturnas al caserón de la finca de la curva. Su estado abandonado y semi ruinoso era un reclamo para los cuatro canijos que cada verano éramos depositados casi como criados a unos parientes lejanos que les venía muy bien ese cambalache.


No voy a decir que nos explotaran todo el día a trabajar en las labores típicas de las granjas durante el estío. Pero es que hasta los domingos a las ocho estábamos con la faena (los animales no entienden de festivos, nos decían) y aunque el trabajo no era de mucho esfuerzo, sí era toda la mañana y más de media tarde. Por eso, nuestra liberación era justo después de cenar, aún quedaban casi dos horas de luz y otras dos que nos apanábamos con las linternas de petaca.


Supimos de la casa, de la finca, de la curva, porque en la plaza del mayor y única del pueblo (donde íbamos antes de nuestras expediciones nocturnas al caserón) oímos hablar de ella. Por lo visto había habido varias generaciones de una familia viviendo en ella hasta que todos los hijos del viejo Cuco (así los apodaban y por algo sería) se fueron a la ciudad y solo se les volvió a ver el pelo en el entierro del padre murió. Luego no se pusieron de acuerdo en el reparto y más de medio siglo después sus hijos y sobrinos siguieron igual.


El acceso a la finca era complicado, la verja aun sin el candado y la cadena que la cerraban estaba casi por completo mimetizada entre zarzas, ortigas y enredaderas. Al menos, en la parte posterior, la alta tapia que rodea toda la finca resultaba accesible gracias a una brecha en la misma. La casa en sí eran tres paredes de piedra con el tejado hundido y sin frontal. Curiosamente, no había ni puertas, o ventana alguna, lo mismo que teja alguna, salvo pedazos pequeños; en aquel pueblo debía quedar algún «cuco» más.


Cada noche los dos, tres o cuatro (según los que pudiéramos escaparnos) que íbamos a la finca de la curva nos imaginábamos una aventura nueva, pero que siempre acababa en un escondite y posterior pescar hasta que a media noche volvíamos alumbrados por la última linterna parpadeando por su ya agotada pila de petaca. En lo de las linternas también aprendimos nosotros a ser unos buenos cucos, la dichosa pila no era barata (únicamente nos podíamos permitir comprar una a la semana) y como mucho nos duraba tres o cuatro noches racionando su uso, así que al segundo día dábamos el cambiazo con alguna de las de casa, e incluso con la de algún vecino.


Nuestro último año en el pueblo, ya casi adolescentes, nos habíamos hecho de linternas con batería recargable y alargábamos nuestras misiones hasta la una y media como unos tíos. Añadimos una cajetilla de tabaco cada uno y unas latas de cerveza (teníamos que practicar, ya que empezaríamos en el instituto con los mayores) que escondíamos en la ya nuestra finca de la curva. De hecho, habíamos hecho planes de futuro y sabiendo que, ya tan mayores, a nuestros padres les iba a costar seguir con la costumbre de desterrarnos al pueblo, sí podríamos ir haciendo un fondo común para algún día hacer nuestra de verdad la finca de la curva.


Han pasado muchos años de aquello, muchos de verdad, pero he vuelto a aquel pueblo y puedo cumplir mi palabra. Ya no queda nadie conocido, las cuatro casas que formaban cada uno de los dos barrios están vacías y ni el bar tienda levanta ya la persiana. La gente acabó haciendo como los «cucos» de la finca de la curva, se marcharon para no volver. Bueno, yo conseguí a buen precio mi añorado caserón, el último descendiente no sabía como quitárselo de encima y no me hizo falta ni regatearle el precio.


La verdad no voy a hacer mucha obra, mandaré hacer una puerta de acceso en la brecha de la tapia por donde nos colábamos y que limpien lo justo para poner una pequeña casa de esas prefabricadas frente a las ruinas del caserón. Ahora, después de tantos años, volveré a estar con mis dos o tres nocturnos compañeros de aquellos veranos como si no hubieran pasado los años. Supongo que los amigos imaginarios no envejecen y seguirán igual que como yo les recuerdo, o bueno igual no, pero tanto lo uno como lo otro en cuanto me instalen la casa en la finca de la curva esa misma noche con mi flamante linterna LED los sorprenderé.


(Menos de 900 palabras)



sábado, 15 de febrero de 2025

CONCURSO DE RELATOS 45ª Ed. LA ISLA DEL TESORO de R.L. Stevenson (El joven cartógrafo)

CONCURSO DE RELATOS 45ª Ed. LA ISLA DEL TESORO de R.L. Stevenson



El joven cartógrafo

Mi trabajo de aprendiz de cartógrafo era lo más a lo que yo podía aspirar en mi juventud, siendo yo poco ducho para cualquier oficio de fuerza o destreza. Mi familia regentaba una humilde posada en una posta de la comarca, por supuesto no diré ni cuál ni siquiera el condado a donde pertenecía. La cuestión es que el alquiler de la misma se llevaba prácticamente toda la ganancia; así que yo tuve que dejar la escuela sabiendo únicamente leer, escribir y las cuatro reglas básicas para no ser engañado con el dinero; para ir a trabajar a la taberna del puerto de… para ganarme la comida ayudando a mi tío.


Solo recordaba haber visto al hermano de mi madre un lejano verano, cuando vino a visitarnos y se quedó casi hasta el otoño; o para esconderse durante un tiempo prudencial, más bien, pienso ahora. Al llegar al puerto no tuve pérdida, en cuanto pregunté por la taberna del zurdo manco (tenía el brazo derecho medio inmovilizado por una herida de guerra, según él) todas las indicaciones me llevaron derecho a un tugurio en la zona menos recomendable del puerto, pero identificándome como sobrino suyo no tuve, en aquella travesía, percance alguno; a pesar de cruzarme con la gente menos recomendable del lugar.


Aunque el trabajo en la taberna era duro, más que nada, porque no había horario y, según las mareas, podíamos despachar a cualquier hora. Mi tío era la oveja negra de la familia por sus andanzas, pero mejor amigo de sus amigos, respetando ese código como nadie; además de muy paliquero contando todas sus andanzas en mar y tierra antes del percance de su brazo derecho. De ahí que su taberna fuera como un puerto franco para cualquiera que entrase como un terreno neutral donde beber hasta caer como cubas, comerciar o directamente trapichear.


En ese ambiente aprendí más que en cualquier escuela, no solo las cosas de la vida, sino como negociar cualquier clase de trato, y a aprender tanto una jerga indescifrable para profanos como varias lenguas extranjeras con soltura. Así, después de unos siete años con los dieciocho recién cumplidos, mi tío me llevó a la tienda de mapas que regentaba, precisamente, su viejo capitán para acabar mi formación antes de empezar a navegar; porque saber interpretar con precisión una carta marina me serviría para embarcarme como segundo del timonel.


Fueron unos meses muy duros a las órdenes de aquel viejo cascarrabias que no permitía ni el más mínimo error o borrón en sus cartas. El cabrón las repasaba, nada más secarse la tinta, con una potente lupa que descubría la más pequeña de las faltas. Sus dos ayudantes y yo hicimos buenas migas porque yo me callaba sus copias y ventas particulares de cartas y mapas siguiendo el código que tan bien aprendí en la taberna de mi tío; y ellos, a su vez, me ayudaban a acabar con mi faena cuando el viejo capitán, entrado el ocaso, se iba a hacer cabotaje por todas y cada una de las tabernas del puerto.


Ya, en mi primer barco, quedé enrolado (para una larga travesía comercial) como segundo timonel. Tal como había vaticinado mi tío, gracias a la carta de recomendación y aval de mis conocimientos cartográficos. Navegar durante días y semanas entre aquella inmensidad de agua, sin avistar más que las estrellas en las noches despejadas, es algo indescriptible; haciendo que todo eso se quede en nada cuando, una mar embravecida, te zarandea el barco como si fuese una pluma en medio de un vendaval. 


Después de nueve meses navegando, como si de un parto se tratara, abrí los ojos y até todos los cabos. No fue por casualidad mi aprendizaje en la taberna de mi tío, ni luego los casi dos años como cartógrafo con el viejo capitán. Lo mismo que tampoco era ninguna casualidad de que el barco perteneciese a la naviera del mismo noble que ahogaba con sus alquileres la posada de mi familia y las granjas del condado que llevaba su nombre. Dicen que si hay algo que te curte de verdad en la vida es navegar y puedo dar Fe de ello.


La venganza se sirve fría y si han pasado años, como el buen ron, adquiere solera para saborearse más a gusto. Tanto mi padre como mi tío se conocieron de grumetes, haciéndose amigos inseparables, navegando al menos diez años, hasta el naufragio en que fueron acusados de piratería por encallar el barco compinchados con una banda de pillaje que esperaba en la orilla. Pero la verdad es que fue el primer oficial del barco, siguiendo fielmente las instrucciones del naviero, para cobrar un abultado seguro por una carga inexistente de especias. Mi padre, por los pelos, pudo demostrar que no estaba de turno y se hizo cargo de la que sería madre; porque mi futuro tío, forcejeando al timón con el oficial comprado, tuvo (malherido) que desaparecer para librarse de la horca. Por su parte, el capitán (mi maestro cartógrafo) fue acusado de negligencia y desposeído de la titulación.


En el horizonte ya avistamos la penúltima escala de este viaje, mi capitán (aquel primer oficial corrupto) no sabe que esa pequeña isla, donde se supone que atracaremos a repostar víveres (una motita negra pintada, a propósito, desviada ligeramente de su ubicación), es la Isla Tortuga; donde, sus viejos amigos muy ansiosos, nos están esperando.

(Casi 900 palabras)