CONCURSO DE RELATOS XLIII ED. EL CAMINO DE MIGUEL DELIBES |
La cabaña del Otoño
Lo de pasar unos días o incluso semanas en un pueblo es una forma de veraneo para quienes buscan en esas fechas más tranquilidad que viajar la las típicas ciudades turísticas o pasarse el día en una playa colonizada de sombrillas. En la época estival, incluso las casas rurales pueden parecer avisperos humanos con gente deambulando todo el día y, por ende, rompiendo la armonía natural de su tranquilo enclave.
Yo quise evitar todo eso y por ello hice mi reserva para finales del Otoño en una cabaña de montaña rehabilitada. La carretera como tal acababa a pie de valle y el paseo, lógicamente ascendente, era un camino de cabras. Por el otro lado, el de las praderías, había una pista, pero de acceso solo para los vecinos de la comarca. Mi arrendador ya me habría subido los víveres que le encargué, y yo (en mi mochila) ya llevaba lo necesario para aguantar las dos semanas concertadas.
En mi paseo, a pesar de haber perdido la costumbre de hacer caminatas, ya estaba planificando mis primeros pasos en la cabaña, como encender la chimenea y pasar revista de que no faltara nada de la comida y bebida encargada. Con esos pensamientos tan focalizados se me pasaron rápido la media hora larga de mi ascensión. La estrecha senda estaba alfombrada con las hojas de todos los árboles semi pelados del camino y el ruido que producían al pisarlas me servía como marcapasos para no despistarme más de la cuenta con tan hermoso paisaje.
La chimenea era pequeña, (al igual que la cabaña, que solo disponía de una estancia), justo enfrente de la cocina típica de leña complementada con un fogón y un fregadero. En medio una rústica mesa con tres sillas también de madera, una alacena para los cacharros y enseres básicos en el lado del fogón. Un pequeño armario y una mesita custodiaban un estrecho camastro en el hueco que quedaba libre en el lado del hogar. Este era todo el mobiliario de mi vivienda, el paisano que la alquilaba ya me advirtió que el baño era un pequeño cubil justo detrás la leñera y de que solo disponía de un depósito de agua de únicamente mil litros para lavar los enseres y el aseo personal, nada de tener agua corriente a discreción.
Por lo que respectaba a la electricidad, tampoco había suministro como tal, solo una batería y un par de placas solares en el tejado que me solventarían el alumbrado por supuesto tipo LED, pero nada de electrodomésticos o cualquier aparato electrónico de consumo medio. Hice mis cálculos y aun estando cubierto los quince días tendría energía para una lámpara sin problema, con el agua comprobé que estaba el depósito lleno, así que con duchas de tres minutos también me daría para subsistir la quincena sin carencias. En cuanto a la madera de la leñera, podría tener tanto la cocina como la chimenea todo el día encendidas, así que me quedé tranquilo.
Esa primera noche dormí como hacía años que no lo hacía a pesar de que el camastro era más duro tablao. Por la mañana, para cumplimentar el sueño, me desperté de lo más descansado y sin ganas de remolonear, así que me levanté a disfrutar de mi primer día propiamente en medio de la Naturaleza. Mientras terminaba de tomar el primer café, un rayo de luz rojiza entró por el ventanuco del lado del fregadero avisando del amanecer. Con la taza en la mano salí al exterior de la cabaña para ver mejor el momento y fue como una inspiración sentir entre tanta tranquilidad como se iba iluminando el horizonte. Mi primer día fue de exploración del territorio, en mi minúscula meseta tenía visión de ciento ochenta grados, la otra media circunferencia era la parte más escarpada de la montaña.
A pesar de convivir entre aquella aparente soledad, al estar en inmerso en tanta tranquilidad, no me suponía ninguna carencia, así que los días se fueron sucediendo, perdiendo yo por completo la cuenta de los mismos. Era como si cada amanecer fuera un reseteo del ocaso anterior y así sucesivamente. Recuerdo que cuando llovía me podía pasar horas viendo caer el agua con mi chubasquero sentando, casi agazapado, en una pila de la leñera. Por las noches, sentado en la mesa, me tomaba una copita (o dos) de ron añejo muy despacito mientras escuchaba emisoras de radio extranjeras (o únicamente el ruido de la estática) con mi receptor multibanda digital (el único artilugio electrónico con el que cargue aparte de mi inseparable ebook).
Había descubierto que tenía tiempo para todo sin estresarme, no como cuando estaba en casa, nada más tenía que ir haciéndolo sin prisa. Como tantas veces yo me había dicho a mí mismo, disfruta del camino porque es posible que La Parca te cite antes de llegar a tu destino.
Una mañana vi a mi arrendador llegar por la pista con su todoterreno sorprendiéndose al verme allí todavía. Había pasado más de un mes e iba a comprobar la cabaña y cerrarla para el invierno. Yo, lógicamente, me ofrecí a pagarle los quince días de más que había pernoctado y subí la apuesta ofreciéndome a pasar el invierno allí. De hecho, mi oferta fue comprarle la cabaña y además contratarle para subirme suministros una vez al mes. Cerramos el trato con la última copa de ron que, por fortuna, quedaba en la botella.
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