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domingo, 18 de diciembre de 2022

CONCURSO DE RELATOS 34ª Ed. ¿SUEÑAN LOS ANDROIDES CON OVEJAS ELÉCTRICAS? DE PHILIP K. DICK (Replicantes)


Siempre sonaba aquella vieja canción en los antros de las colonias mineras. Yo seguía la pista de un replicante que se había escapado de Marte Central. En su huida, no parecía encontrar plaza en los cargueros que llevaban a La Tierra los minerales que allí hacía tiempo estaban agotados. Así que se dedicaba a recorrer los diferentes campamentos de extracción repartidos por todo Marte.

Haciéndose pasar por humano, con papeles falsos, podría pasar por temporero y desaparecer, al cabo de unas semanas, sin dejar sospechas. A mí este tipo de capturas ya no me gustaban tanto como cuando empecé el cuerpo de cazadores de replicantes. Me enteré de que, su esperanza de vida, era la misma que la de su vida laboral; cual ganado, aun siendo seres dotados de una inteligencia casi humana.

Así que, era habitual en algunas unidades, con los primeros síntomas de fatiga neuronal también tuvieran una necesidad vital de escapar de su esclavitud. Después del primer aviso de su deterioro era cuestión de meses que su organismo colapsara por completo. El genetista que diseño el chip implantado en ellos incluyo la rutina del último suspiro para que no hubiera necesidad de ningún tipo de cuidado paliativo durante su inexorable agonía.

Los doctores de cada campamento cuando registraban ese primer colapso nervioso, entre estos androides semi humanos, les daban «la droga de los seis meses» para que pudieran seguir trabajando hasta su segundo y definitivo ataque; propiciado este por su chip neurogenético. Un médico desarrolló un fármaco «largo sueño» que conseguía engañar esa cuenta atrás, pero a costa de daños cerebrales irreversibles, con lo que la esperanza de vida de un replicante podría extenderse dos o tres años más; antes de que, finalmente, por una u otra causa le llegase la hora. 

Al entrar en el cutre bar mi analizador espectral fue identificando a cada uno de los presentes. Con esta tecnología ya no hacía falta usar los viejos tests de empatía para diferenciar humanos de pellejudos. En el local todos eran replicantes, incluso la camarera que, por ser personal de servicio, contaba con una esperanza de vida extendida a diez años. 

Únicamente, con un sujeto, mi sofisticado artefacto pitó dos veces indicando que el proceso no era concluyente. Me acerqué al lado de la barra donde un tipo de aspecto corriente bebía güisqui sintético (seguramente de contrabando), pero yo no era agente de aduanas y me traía sin cuidado su dudosa procedencia. 

Intercambie una mirada con aquel hombre y toda la información que obtuvo mi instinto es que mi infalible máquina se había equivocado. El rostro curtido por los años de aquel tipo no podía pertenecer a ningún sintético del tipo que fuera. Solo los Gen-9 o los Nexus-8 llegaban a los veinte y quince años respectivamente, los primeros como ejecutivos o directores de responsabilidad (que no era el caso) y los otros como trabadores de confianza con desempeño físico bajo para no acortar su vida laboral. 

El hombre que estaba ante mí, al menos debía de tener cuarenta y cinco o más años; a la fuerza tenía que ser humano, pero entonces por qué yo seguía su pista desde hacía meses. Mientras pedí una ronda de lo mismo, para mi amigo y yo mismo, a la complaciente camarera me vino la idea. Puede que el aspecto envejecido de mi compañero fuera secuela del largo sueño y por eso el analizador no pudiera identificarlo. 

Casi sin cruzar palabra, más bien con gestos, nos íbamos invitando alternativamente a una ronda, intercalando jarras de cerveza marciana para quitar el mal gusto que dejaba el ese licor destilado de… (mejor no saber el que). 

No tuve que esperar mucho a que mi compañero tuviera que hacer uso del servicio y aproveché a escanear las huellas digitales de su vaso. Este sistema, ya en desuso, podría resolverme la duda. Mi terminal me mostró casi al instante una foto, yo no podía dar crédito a quien estaba viendo en aquella pantalla. Como en un acto reflejo me tomé de un trago mi copa y, con un gesto, pedí una nueva ronda. 

Al volver mi compañero de los urinarios yo ya había hecho los deberes. En cuanto sincronizara mi terminal, en la oficina local de cazadores, cobraría la mayor recompensa por un Nexus-6 de toda la historia. Como si aquel avejentado replicante, hubiera visto ese avaricioso brillo en mis ojos, alzo el vaso para brindar por ello. 

Yo sabía que en unos minutos le haría efecto la pastilla que le puse en la bebida y que, después de veinte años, habría cerrado el mayor caso de mi carrera. Por lógica, Deckard debería haber muerto hace muchos años, en su época la esperanza de vida de los Nexus-6 era de cinco años o a lo sumo diez en los modelos dedicados a cazadores como él. Pero como desapareció, después de su azaña retirando seis replicantes, pasó (por seguridad interplanetaria) a ser proscrito.

Las formas ante mis ojos empiezan a distorsionarse. Me llama la atención el azul chisporroteo de mi terminal en el microondas mientras, de fondo, sigo oyendo esa machacona canción. Un último destello de lucidez me descubre la cruda verdad… 

… Deckard debió cambiar los vasos, pero entonces… yo soy también un replicante.

… Y la radiación, lo mismo que con los animales, exterminó a la raza humana.

… Y, mi chip neuronal, será borrado antes de reimplantarse. 

¡Todo es una puta mentira!