Por mediación de El arca de las palabras del blog de Úrsula un nuevo relato para la ya conocida Tertulia de las diez.
La única posesión del viejo maestro era el libro de la sabiduría que de maestro a alumno se iba pasando como ritual de la madurez del conocimiento. Este buen hombre no tuvo suerte con los aprendices, por un motivo u otro, ninguno había llegado al nivel de conocimiento requerido o se habían cansado de esperar alcanzar ese estatus.
Ahora, el viejo maestro, sabedor que su vida en este plano de realidad tenia las semanas o los meses contados, necesitaba un discípulo a quien pasar esos conocimientos y no perderse con su muerte. Recorría todos los barrios de las ciudades que visitaba deseando encontrar un elegido digno de perpetrar tanto saber.
El escrutinio de la última ciudad le había llevado todo el día y el resultado era el mismo que si la hubiera pasado de largo. Era tarde para llegar a su siguiente destino sin hacer noche pero, para ganar tiempo, decidió caminar hasta un oasis que estaba a medio camino, así madrugando llegaría al pueblo siguiente todavía de mañana.
El oasis por su situación estratégica a medio camino entre las dos ciudades servia de abrevadero y posada por lo que siempre estaba concurrido de viajeros. Recientemente, el posadero, hombre ya muy mayor, había dejado todo el negocio a su mancebo, un joven muy emprendedor que fue allí abandonado de niño y el viejo posadero se hizo cargo de él enseñándole el oficio.
En cuanto el sabio vio al muchacho supo que ese iba a ser su discípulo, atendiendo allí todo el solo, se desenvolvía con una soltura fuera de lo normal. El joven ávido de saber acepto la proposición del viejo hombre. Se quedaría en el oasis los meses que le quedaran de existencia con comida y cama y él, por su parte, le inculcaría todo el saber al nuevo posadero.
Las semanas pasaron y se hicieron meses, así hasta treinta y seis. El viejo maestro teniendo un techo y comida asegurada sin tener que deambular de un sito a otro, alargo su estancia en este plano, por lo que el muchacho tuvo tiempo de alcanzar la madurez de un hombre y con sus enseñanzas seria un digno sucesor.
El posadero del oasis enterró a su viejo preceptor, no sin antes haber hecho, en su lecho de muerte, la ceremonia de la entrega del libro del conocimiento. Las enseñanzas recibidas le fueron muy útiles y al poco tiempo ya tenia cuatro muchachos, abandonados de la vida como lo fue él, atendiendo el oasis: repartir el trabajo y ser generoso con la paga fue la primera enseñanza que le sirvió para su negocio.
Un espíritu emprendedor cargado de enseñanzas necesitaba ampliar horizontes, así el posadero del oasis dejo el negocio bien atendido por los cuatro sin hogar, que ahora eran como una familia, y se aventuro a compartir sus conocimientos por toda la región. A pesar de ser un hombre recién hecho, en cuanto hablaba, se notaba su gran sapiencia por lo que, rápidamente, se le conoció por el joven maestro.
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Con los años, la región se quedo pequeña y los viajes del nuevo sabio se extendieron hasta las fronteras de los países vecinos. En cada sitio dejaba perlas de su conocimiento, arreglando situaciones de todo tipo, como un juez de la vida que pone paz por donde pasa. Todos estaban asombrados, no solo por sus inteligentes y justos veredictos, también porque su libro de sabiduría nunca era abierto, no necesitaba de su consulta.
Este sabio no tuvo problemas para encontrar discípulos, en cada ciudad encontraba al menos un voluntario; la única condición que imponía, era la de viajar tres años juntos, dándoles un nivel en cada nueva temporada. De esta forma podía tener un aprendiz de primer nivel, otro de segundo y el, más avanzado, de tercer grado.
Cuando el joven maestro, ahora ya tan mayor como su predecesor, presintió que el cambio de plano estaba cerca, decidió pasar sus últimas semanas de vida en el oasis donde los cuatro muchachos, ahora hombres, mantenían prospera la posada. Al enterarse sus discípulos, ya maestros y los discípulos de estos, quedaron en ir a visitarle para despedirse de él.
Aquel día parecía una fiesta en el oasis, se habían juntado mas de cien sabios en el lecho del viejo maestro. Este, sabedor que le quedaba poco para cambiar de plano, hizo la ceremonia de entrega del libro. Abrió el grueso tomo de piel repujada, fue arrancándole las hojas y repartiéndolas entre todos los asistentes. A pesar del respeto que sentían, por quien fuera su maestro, los sabios se escandalizaron al recibir un trozo de papel en blanco. El murmullo parecía el de un avispero revuelto; solo uno de los presentes, precisamente la más joven de todos los maestros, entendió el significado de la ceremonia e intercambio una mirada de complicidad con el viejo sabio.
En su lecho de muerte; a pesar de haber enseñado a más de cincuenta personas, nunca discrimino entre jóvenes aprendices o aprendizas; sus conocimientos, solamente uno (una), entre todos ellos, las habían entendido de verdad. Igual que su preceptor, a quien muy pronto visitaría en el otro plano, solo tuvo un digno sucesor (sucesora).
La única posesión del viejo maestro era el libro de la sabiduría que de maestro a alumno se iba pasando como ritual de la madurez del conocimiento. Este buen hombre no tuvo suerte con los aprendices, por un motivo u otro, ninguno había llegado al nivel de conocimiento requerido o se habían cansado de esperar alcanzar ese estatus.
Ahora, el viejo maestro, sabedor que su vida en este plano de realidad tenia las semanas o los meses contados, necesitaba un discípulo a quien pasar esos conocimientos y no perderse con su muerte. Recorría todos los barrios de las ciudades que visitaba deseando encontrar un elegido digno de perpetrar tanto saber.
El escrutinio de la última ciudad le había llevado todo el día y el resultado era el mismo que si la hubiera pasado de largo. Era tarde para llegar a su siguiente destino sin hacer noche pero, para ganar tiempo, decidió caminar hasta un oasis que estaba a medio camino, así madrugando llegaría al pueblo siguiente todavía de mañana.
El oasis por su situación estratégica a medio camino entre las dos ciudades servia de abrevadero y posada por lo que siempre estaba concurrido de viajeros. Recientemente, el posadero, hombre ya muy mayor, había dejado todo el negocio a su mancebo, un joven muy emprendedor que fue allí abandonado de niño y el viejo posadero se hizo cargo de él enseñándole el oficio.
En cuanto el sabio vio al muchacho supo que ese iba a ser su discípulo, atendiendo allí todo el solo, se desenvolvía con una soltura fuera de lo normal. El joven ávido de saber acepto la proposición del viejo hombre. Se quedaría en el oasis los meses que le quedaran de existencia con comida y cama y él, por su parte, le inculcaría todo el saber al nuevo posadero.
Las semanas pasaron y se hicieron meses, así hasta treinta y seis. El viejo maestro teniendo un techo y comida asegurada sin tener que deambular de un sito a otro, alargo su estancia en este plano, por lo que el muchacho tuvo tiempo de alcanzar la madurez de un hombre y con sus enseñanzas seria un digno sucesor.
El posadero del oasis enterró a su viejo preceptor, no sin antes haber hecho, en su lecho de muerte, la ceremonia de la entrega del libro del conocimiento. Las enseñanzas recibidas le fueron muy útiles y al poco tiempo ya tenia cuatro muchachos, abandonados de la vida como lo fue él, atendiendo el oasis: repartir el trabajo y ser generoso con la paga fue la primera enseñanza que le sirvió para su negocio.
Un espíritu emprendedor cargado de enseñanzas necesitaba ampliar horizontes, así el posadero del oasis dejo el negocio bien atendido por los cuatro sin hogar, que ahora eran como una familia, y se aventuro a compartir sus conocimientos por toda la región. A pesar de ser un hombre recién hecho, en cuanto hablaba, se notaba su gran sapiencia por lo que, rápidamente, se le conoció por el joven maestro.
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Con los años, la región se quedo pequeña y los viajes del nuevo sabio se extendieron hasta las fronteras de los países vecinos. En cada sitio dejaba perlas de su conocimiento, arreglando situaciones de todo tipo, como un juez de la vida que pone paz por donde pasa. Todos estaban asombrados, no solo por sus inteligentes y justos veredictos, también porque su libro de sabiduría nunca era abierto, no necesitaba de su consulta.
Este sabio no tuvo problemas para encontrar discípulos, en cada ciudad encontraba al menos un voluntario; la única condición que imponía, era la de viajar tres años juntos, dándoles un nivel en cada nueva temporada. De esta forma podía tener un aprendiz de primer nivel, otro de segundo y el, más avanzado, de tercer grado.
Cuando el joven maestro, ahora ya tan mayor como su predecesor, presintió que el cambio de plano estaba cerca, decidió pasar sus últimas semanas de vida en el oasis donde los cuatro muchachos, ahora hombres, mantenían prospera la posada. Al enterarse sus discípulos, ya maestros y los discípulos de estos, quedaron en ir a visitarle para despedirse de él.
Aquel día parecía una fiesta en el oasis, se habían juntado mas de cien sabios en el lecho del viejo maestro. Este, sabedor que le quedaba poco para cambiar de plano, hizo la ceremonia de entrega del libro. Abrió el grueso tomo de piel repujada, fue arrancándole las hojas y repartiéndolas entre todos los asistentes. A pesar del respeto que sentían, por quien fuera su maestro, los sabios se escandalizaron al recibir un trozo de papel en blanco. El murmullo parecía el de un avispero revuelto; solo uno de los presentes, precisamente la más joven de todos los maestros, entendió el significado de la ceremonia e intercambio una mirada de complicidad con el viejo sabio.
En su lecho de muerte; a pesar de haber enseñado a más de cincuenta personas, nunca discrimino entre jóvenes aprendices o aprendizas; sus conocimientos, solamente uno (una), entre todos ellos, las habían entendido de verdad. Igual que su preceptor, a quien muy pronto visitaría en el otro plano, solo tuvo un digno sucesor (sucesora).
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