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lunes, 15 de abril de 2024

Concurso de relatos 41ª ed. La casa de los espíritus de Isabel Allende. (Dogy y yo)

 

Concurso de relatos 41ª ed. La casa de los espíritus de Isabel Allende

Dogy y yo

Yo nunca he tenido miedo de fantasmas o espíritu alguno y no porque no creyera en ellos, más bien porque entendía que de existir estarían en otro plano diferente a nuestro tiempo espacio. Con esa teoría mía, tan de andar por casa, me quitaba de encima cualquier temor al respecto. Sí, he tenido alguna alucinación a lo largo de mi vida, como oír voces donde no había nadie, o incluso alguna noche despertarme sintiendo un roce en mi cara, o hasta creer ver entre sueños una sombra desvanecerse.


Mi mascota, más bien mi compañero, es un perro de estos multirazas callejero (seguramente abandonado cuando dejó de ser un gracioso cachorrillo) que se buscaba la vida como podía entre las sobras de los contenedores y algunos restos de meriendas del parque, donde fijó su residencia hasta que nos hicimos amigos. Yo con poca cosa que hacer y menos ganas de rutinas diarias después de mi retiro laboral, únicamente me fije la obligatoriedad de ir paseando hasta el parque una o dos veces a la semana para no apoltronarme más de la cuenta.


El camino que tomaba era el transversal para evitar pasar por las calles más concurridas de personas y vehículos. Así mi paseo, entre la ida y la vuelta, era doble que yendo a derecho, pero a mis piernas y mi salud mental (por el ajetreo) le venía mucho mejor esto y durante esas dos horas aproximadas yo ya cumplía con mi auto obligación semanal. De esta forma, fue como conocí a un joven chucho, pero más desgarbado que esbelto por su mala alimentación; mi nuevo amigo.


Yo me solía sentar en el mismo banco siempre, el más apartado del resto, pero a la sombra entre dos buenas copas de árbol. En aquella época me llevaba una bandolera de cuero donde no faltaba un termo con café caliente y un par de sandwiches bien envueltos para que no mancharan el forro de mi rústica bolsa. Lógicamente, era mi desayuno de media mañana, que después de la hora de caminata me apetecía de muy buena gana. En aquella ocasión, justo al desenvolver mi sabroso bocadillo, noté como un hocico asomó tímidamente bajo mis pies olisqueando el manjar.


No me asusté porque rápidamente lo reconocí como el de un perro más hambriento que intimidante. Tire una esquina del triángulo de pan delante de mí para ver la reacción de mi semi oculto vecino. Este, despacio, salió del sitio y después de oler mi ofrenda con delicadeza se la fue comiendo. Me gustó esa actitud tan educada para ingerir aquellas migajas. Al final se acabó comiendo la mitad de mi desayuno como quien no quiere la cosa, pero del todo encantado.


En cosa de una semana (empecé a ir a diario al parque) mi nuevo amigo ya me iba a buscar a la entrada del parque e íbamos juntos al banco a desayunar. Yo ya fui previsor doblando la cantidad de comida. Al marchar, el animal también hacía el camino de vuelta, pero a unos metros de la entrada se despedía al quedarse parado y no siguiéndome más. Fue entonces cuando tuve la idea de adoptarlo y le compre todo lo necesario para trasladarlo a mi piso. Fue curioso que, cuando le puse el collar, aceptara también de buen grado ir de la correa, pensé que él ya lo tenía previsto; lo mismo que, la parada en el veterinario, para su revisión y el resto del papeleo.


La primera noche en casa tampoco fue problemática, seguro que Dogy recién vacunado lo que más querría seria descansar. Siendo su primera noche bajo techo quise que estuviera calentito en la sala y como en febrero la casa estaba todavía algo fría, puse mi vieja catalítica de butano para caldear un poco la estancia. Yo también esa noche estaba más cansado de la cuenta y me acomodé en el sofá viendo un Western clásico por el televisor, al poco ambos nos debimos de dormir muy placidamente. La película se me fundió en negro y yo creo que esa noche ni soñé. La luz de la nueva mañana nos despertó a los dos y como no, fuimos sin falta al parque. Sentarnos en aquel banco más apartado era nuestra costumbre y ahora, viviendo ya los dos juntos, no teníamos por qué cambiarla.


Esa es una rutina que nos muy viene bien a los dos, después de ese largo paseo, al llegar al hogar, solo nos apetece acostarnos y dormir. Yo desde entonces, con mi compañero en casa, descanso como nunca, es cerrar los ojos y todo se funde en negro a mi alrededor, sin sueños o pesadillas molestas hasta despertar a la mañana siguiente. Al final, gracias a Dogy mi perro hijo de mil razas, las rutinas me resultan imprescindibles; de antes, seguramente, las rechazaba por estar solo más como una pataleta que por rebeldía.


Hoy, sentados en nuestro banco, se han puesto al otro extremo una pareja de media edad hablando acerca de un viejo y su perro que llevaban un mes muertos por el monóxido de carbono. No me he enterado de mucho más, pero sí que hay gente descuidada y no es consciente de lo peligroso que puede resultar una vieja estufa de butano. Bueno, veo que Dogy está correteando con otros perros, aunque solo uno parece verle y jugar con él; no hay prisa, podemos seguir, tranquilamente, un rato más aquí.



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