CONCURSO DE RELATOS 39ª Ed. HARRY POTTER Y LA PIEDRA FILOSOFAL de J. K. Rowling
Mi amigo Enrique y yo |
Opiniones y reflexiones con una lógica un poco particular. Simplezas con sal y pimienta para que no sean tan simples. Tonterías profundas que no teorías profundas.
Mi amigo Enrique y yo |
La falta de inspiración es un agujero negro del que no se salva Musa alguna, ni la de la mayonesa. Ante esto, únicamente, me queda pasear cada día hasta circunvalar mi pequeña ciudad y volver al punto de partida como en un bucle estéril de cualquier contenido.
Este maldito horario de verano me hizo retrasar la misión hasta casi las diez de la noche —por lo que tarda en anochecer y andaré justísimo de tiempo—, pero hoy jueves quince de junio es el último día en que puedo conseguir la documentación. Una media pinza —por supuesto de madera, las de plástico suelen romperse— que dejé por la mañana en la ventana del laboratorio de química cumplió con su cometido y no necesité de mucha fuerza para abrirla y colarme dentro.
Ahora venía la parte más complicada del plan, cruzar todos los pasillos sin disparar las alarmas de presencia. Para ello me pasé dos semanas haciendo un reconocimiento exhaustivo de todas las zonas de paso, cruces entre ellos, y por supuesto cada uno de los puntos donde estaban los dichosos sensores. Igual que un comecocos —con un detallado plano en mi móvil— fui dando vueltas y rodeos para evitar la mayoría de esas trampas. Pero con los chivatos, que estaban entre dos pasillos, no me quedaba otra que pegarme como calcomanía a la pared y deslizarme muy despacito.
Únicamente, me tuve que restregar tres veces —pensando para mis adentros que a la tercera sería la vencida— y en cada uno de esos largos minutos mis aceleradas pulsaciones parecían retumbar como un eco delator. No obstante, yo no quitaba ojo a la cajita radar por si encendía su piloto rojo a mi paso; y por ende la cámara que llevan incorporada. Sabía que por ruido no se dispararían, su micrófono se activa junto con la imagen cuando detectan algún objeto (persona) en movimiento delante suyo.
Por fin, ya estaba delante del pasillo de los despachos y su WC particular. Otra fase de mi elaborado y exquisito plan conseguida, el premio estaba cerca, pero todavía tenía que preparar mi huida y todo dependería del gato del conserje; que sería mi llave para marcharme de rositas. Accedí al servicio y abrí el ventanuco de ventilación —está claro que si fuera más grande lo habría usado como acceso y me hubiera evitado el videojuego en vivo—, con la mano pude alcanzar una cuerda que, justo antes de entrar, había dejado en la repisa. Al tirar de ella una bolsa de lona (de la medida justa) pasó por el pequeño hueco. Abrí un poco la cremallera para comprobar que su contenido estaba bien. Un tierno maullido me lo confirmo, Fleming se estaba desperezando.
Me pasé una buena temporada mimando con chucherías para gatos a esa pasota bola de pelo blanco; así que, por unas galletitas, se debió pensar que lo de meterse en la bolsa era un juego más. Es curiosa la historia de este animal, por su aspecto era como de angora con tintes callejeros. Sus dueños, seguramente de la zona pija, lo abandonarían por aquí —justo al otro extremo—, para que no acertase a regresar. El caso es que el conserje lo vio hurgando en los cubos de basura y, aunque intentó espantarlo, el gato se mostró mimoso y noble; por esa buena actitud quedó oficiosamente empleado como la mascota del centro.
Volvamos a la misión que el tiempo corre, y necesito de cada segundo, para el éxito de mis intereses. La puerta del despacho del director es de cerradura normal y pomo como el resto, además no se cierran con llave porque es fácil que se boqueen; ya ha pasado alguna vez y desde entonces la llave es solo para girar el resbalón. Esta información la viví de primera mano un día que tuvo que venir el cerrajero y también aprendí que con la holgura del marco, una tarjeta de plástico, y algo de maña se pueden abrir. La única pega es que, cuando yo intente forzarla, el sensor de la entrada del personal me detectará; aunque la cámara de seguridad, aquí independiente, apunte hacia el acceso a la calle.
Pongo el cronómetro en marcha, máximo diez minutos es lo que tardara en llegar la patrulla del barrio; y el conserje, que vive en los bloques de enfrente, parecido al oír la sirena y luces de la alarma. A mi cuarto intento con la tarjeta un clásico ulular con destellos rompe el plácido silencio. Bueno, ya estoy dentro del despacho y nada más me falta abrir el archivador para recuperar mi expediente y de paso el de algunos compañeros más. Para esa pequeña cerradura me hice una llavecita maestra con ayuda de una disimulada foto al llavero del director. Misión cumplida, he dejado las carpetas inmaculadas y hasta septiembre no se mirarían, además Don Norberto (Doctor, le gusta más) se jubila; y el nuevo Míster, no tendrá ni idea de lo que allí pudo haber archivado.
Mi plan de huida es de encaje de bolillos, he sacado a Fleming de la bolsa y con una galleta he conseguido que se acerque hacia la puerta de entrada y justo la policía llegando a la verja exterior. Y al poco Jaime llaves en mano. Con un espejito controlo cuando el señor Bonet (el conserje) mete el código y se apaga la alarma. Rápido, como una centella, recorro los pasillos hasta el laboratorio de química y salgo por donde entré.
Fleming será una mimosa cabeza de turco y yo estaré en casa para las once; dije, explícitamente, que iría al cine a ver una película de espías. Y mañana, en el instituto, ni compañeros, ni profesores, sabrán el motivo de mi sarcástica sonrisilla.
(900 palabras)
Bueno, después de ver las tablas de las emociones y hacerme un lío con todas ellas y sus colores me lanzo a pillar el último tren que ya estamos a fin de mes y echo mano de una entrada de diario para no quedarme con cara de bobo solo en el andén.
El Bosque de las Sombras es la tierra de nadie que separa El Reino del Valle de El Ducado de la Montaña. La leyenda cuenta que Uthar el viejo, consumido por una envidia atroz hacia su primer ministro el duque Zor, lo desterró con toda su casa a las abandonadas minas de la montaña esperando que, durante el crudo invierno, todos sucumbieran. Pero, gracias a las innumerables grutas y galerías el nuevo ducado consiguieron sobrevivir, encontrando además nuevas y fructíferas vetas de metales y hasta de piedras mágicas.
Con el paso del tiempo las nuevas generaciones de ambos dominios habían establecido unas fructíferas relaciones comerciales, aunque no exentas de traiciones y continuas conspiraciones. De hecho, el nombre de Bosque de las Sombras viene porque en él habitamos todos los repudiados, tanto del llano reino como del escarpado ducado. Cuenta con una aldea, en el único claro del mismo, siendo su posada el punto de reunión tanto de avarientos comerciantes, como de siniestros contrabandistas, que viene a ser lo mismo.
La regencia de tan significado lugar está en manos de Halley, una ya vieja hada cuya magia blanca en el reino fue sustituida por las oscuras pócimas y sortilegios de Mist, una joven bruja que también supo hechizar al rey Damas. Crok es el otro cincuenta por ciento de la posada, soy yo, y me escapé del Ducado de la Montaña antes de ser despeñado por falso vidente. La verdad es que tengo presagios y visiones muy nítidas, pero luego la mayoría de ellas ni por asomo llegan a cumplirse o evitarse. Halley y yo formamos una buena pareja (comercial) y de borracheras a escondidas; pero, como buenos cómplices, compartidas.
A mi compañera y a mí no nos consume el rencor, ni el odio hacia nuestros respectivos detractores, pero en la posada tanto a los que suben como los que bajan les cobramos algo más que a los demás. Así todo, el recuerdo del escarnio y la humillación, nos lleva con cierta frecuencia a dar buena cuenta de nuestros mejores barriles; suerte que Halley todavía se acuerda de la fórmula del filtro antirresaca y a la mañana siguiente nadie se percata de nuestras particulares bacanales.
Una faceta que nadie conoce de estos posaderos tan alegres es que, las noches que no nos emborrachamos, Halley y yo mantenemos el equilibrio de poder entre El Valle y La Montaña. Aunque mi poder premonitorio hace menos dianas que un arquero ebrio a mi sexto sentido no se le escapa presencia alguna de peligro. Así que nos dedicamos a recorrer el laberinto de galerías de la montaña expoliando cualquier piedra mágica, o preciosa para otros, gracias al Toque de Presencia del hada que me acompaña. De esta forma, ni El ducado de la Montaña ni El Reino del Valle, aumentarán peligrosamente su potencial mágico.
También, preferiblemente las noches de luna nueva, solemos hacer alguna escapada al Reino del Valle para comprobar que sus existencias de piedras mágicas no desequilibraría la balanza, ni para atacar por sorpresa o ser ellos invadidos. De paso, Halley aprovecha para echar unas gotas de laxante en todas y cada uno de los brebajes de la reina Mist, más que por venganza, para que las tripas de aquellos que tomen sus pócimas no padezcan de pesadez de estómago. No tenemos miedo de ser descubiertos porque mi hada conoce hasta el último pasadizo y recoveco del castillo, lo mismo que yo todas y cada una de las grutas y las galerías de las minas; al margen de que mi instinto detecta cualquier presencia animal o humana próxima, como si viera sus espectros a través de paredes y muros.
La cuestión es que tanto Halley como yo nos estamos haciendo mayores para esas correrías y con todo lo que hemos arramblado y guardado a buen recaudo, gracias a los trueques con los comerciantes de tierras lejanas, cualquier noche desaparecemos para no volver y olvidarnos de todo esto para siempre. No obstante, ya estamos adiestrando a una camarera (medio bruja y hechicera) y al mancebo del herrero (que también es algo alquimista) como nuestros sucesores para que sigan en paz este Reino del Valle y su Ducado de la Montaña.
El eco de unos pasos desacompasados rompe el silencio de una fría noche otoñal entre sus desalmadas calles. Una escasa iluminación, casi sepulcral, y el repiqueteo de mis pisadas por el adoquinado suelo hace, si cabe, más desapacible mi deambular por las mismas.
Para la bebida siempre he tenido buen aguante, pero en estos tiempos de escasa solvencia he tenido que ir a lo más barato y eso parece que me afecta en mayor medida. Al menos, los ardores de estómago me inhiben del frío en tan desapacible noche: y ese alcohol de garrafón en sangre también me ayuda a nublar el cerebro de mis tormentosos y contradictorios pensamientos.
Doblando la esquina percibo un doble eco de pisadas, me vuelvo instintivamente, al tiempo que veo una fugaz sombra ocultándose en el quicio de un soportal. Me acerco para exponer a mi perseguidor, no tengo la noche propicia para jueguecitos. Únicamente percibo la puntera de unos buenos zapatos que sobresalen quedando el resto de la silueta mimetizada entre la oscuridad. Un pequeño gato se acerca y empieza a ronronear a sus pies, eso me hace dudar de las malas intenciones de mi oponente.
Así todo, le grito, le interpelo con acritud, para que se dé cuenta de que no me ha pasado desapercibida su presencia. Tengo éxito porque en la casa de enfrente se enciende una luz ante la escandalera de mi regañina. Ahora, como si se hubiera levantado el telón, veo las cínicas facciones, y tan familiares, de mi acechador.
(250 palabras más el título)
La primera regla, no escrita, para cualquier juego es la de: «Aprender a perder antes que a jugar». Esto se debe aplicar también a las discusiones; entre compañeros, amigos, y familiares; de las que tan aficionados somos. Porque lo de creerse con la razón, o estar en la posesión de la verdad, para algunos (muchos que yo conozco de cualquiera de los tres grupos mencionados) es una cruzada existencial.
Yo mismo era un gladiador incansable en estas lides, ganando más veces por testarudez que por estar acertado. Gracias a esto, después de mucha cabezonería, me di cuenta (siendo objetivo) que por muy buenas que fueran mis argumentaciones, al menos, en la mitad de las ocasiones yo estaba equivocado. Reconocerlo, hasta únicamente delante del espejo, me costó Dios y ayuda; pero, finalmente, evolucioné.
Ahora escojo mis discusiones modulando la voz, sin llegar a gritar airadamente como antaño, ni susurrando para hacerme el interesante. Y siendo sabedor que, en la mitad de ellas, mis argumentos no serán los correctos, lidio con ello sin presión alguna. Esto me permite mantenerme frío y, tanto esté acertado como no, lucir cara de póquer sin inmutarme. De hecho, en más de una ocasión, ya solo en casa, me río a carcajadas cuando recuerdo haber ganado el debate con una postura errada.
Tanto, muchos conocidos, como los compañeros del trabajo y, por supuesto, todos mis familiares, me consideran necio y cabezota. Lo curioso de esa afirmación es que suelen ser ellos más necios, (actuando igual que las vaquillas al entrar a todo lo que se menee) con cualquier tema que admita polémica. Yo, como ya he dicho antes, escojo bien cuando debato o ignoro el quite; algo que esos pobres, tan creídos de sí mismos, no pueden ni contemplar.
Por otro lado, me viene de perlas que me consideren un testarudo, ya se sabe que el ladrón cree que todos son de su condición. Y ponerme a explicarles la diferencia, por enésima vez, entre tenaz y cabezón sí que me resultaría un diálogo de merluzos. En mi caso oír, tanto por lo bajines como a viva voz, esos adjetivos me resulta de lo más halagador; tanto que les devuelvo, una sarcástica sonrisa, como agradecimiento.
Podría poner innumerables ejemplos de esto que he comentado (cada día me suele pasar algo) y hasta escribir un diario solo con mis encontronazos. Como ejemplo, la otra tarde, a la salida de mi cafetería habitual:
El local estaba abarrotado y yo, después de mi consumición, ya estaba en la puerta a punto de salir; detrás de mí había otras dos o tres personas en la misma situación. El caso es que al abrir la puerta, en la calle con intención de entrar, había un grupo de cuatro señoras tan elegantes como talluditas. Al hacer yo amago para salir, ellas se pusieron en línea —lo más lógico, a mi entender, habría sido en fila— con lo que no pude dar ni un solo paso.
De sus miradas de reproche, por mi fallido intento de evasión, llegó el cotorreo entre ellas. En voz bien alta, para que yo me diera por aludido acerca de mi descortesía y falta de modales al no cederlas yo el acceso; como hubiese hecho cualquier hombre bien educado. Yo, en ese instante, pensé si debería responder o apartarme como pudiera (la cafetería estaba hasta la bandera). Tenía un argumento muy válido como el ejemplo del ascensor, a nadie se le ocurre entrar sin dejar salir a los que ya están dentro, es una cuestión de espacio de lo más lógico.
Mi respuesta fue una sonrisa, de lo más irónica, mientras me ponía pegado a la puerta para que aquella tropa avasallase la cafetería. Satisfechas, por aquel prepotente triunfo, su paso firme únicamente duró hasta que se toparon con los tres que estaban detrás de mí (también con intención de salir). El caso es que unas no querían perder el terreno ganado y los otros tampoco tenían espacio para recular. Para remate, detrás de las señoronas, venían los cabestros de sus cónyuges, con la misma intención de entrar como fuera.
Cuando todos ya estuvieron bien apretujados dentro del local, la discusión (con los pobres clientes que, en vez de poder salir, se vieron replegados) subió los decibelios ambientales a niveles de tómbola de feria con rifa de bofetadas incluidas. El argumento de los cuatro matrimonios es que ellos tenían una mesa reservada y, por lo tanto, tenían preferencia sobre cualquier otro cliente de barra o pasillo.
Sé que yo tenía razón y si me hubiera enfrentado en la puerta, habría pasado por un mal educado saliendo junto con los tres de detrás de mí, y también se habría evitado el fregado posterior. Pero yo escojo mis discusiones y con esta que evité, cada vez que vuelvo a esa cafetería, me parto de risa cuando al verme reflejado (en el espejo de detrás de la barra) recuerdo aquella sonora trifulca. La gente que me ve se deben creer que debo ser (aparte de necio, testarudo, y cascarrabias) bobo del todo; pero a mí me da igual lo que piensen y hasta lo que digan.
Por cierto, hoy mismo, después de tomar mi café de media tarde, al salir de la cafetería (no estaba llena, sobre media entrada) me tropecé con los ocho pijos de la mesa reservada. Se pusieron en fila para que mi sarcástica sonrisa y yo saliéramos primero.
899 palabras más el título