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miércoles, 15 de febrero de 2023

CONCURSO DE RELATOS 35ª Ed. LA CONJURA DE LOS NECIOS de John Kennedy Toole (El Percebe y sus discusiones)

 



El Percebe y sus discusiones

La primera regla, no escrita, para cualquier juego es la de: «Aprender a perder antes que a jugar». Esto se debe aplicar también a las discusiones; entre compañeros, amigos, y familiares; de las que tan aficionados somos. Porque lo de creerse con la razón, o estar en la posesión de la verdad, para algunos (muchos que yo conozco de cualquiera de los tres grupos mencionados) es una cruzada existencial.

Yo mismo era un gladiador incansable en estas lides, ganando más veces por testarudez que por estar acertado. Gracias a esto, después de mucha cabezonería, me di cuenta (siendo objetivo) que por muy buenas que fueran mis argumentaciones, al menos, en la mitad de las ocasiones yo estaba equivocado. Reconocerlo, hasta únicamente delante del espejo, me costó Dios y ayuda; pero, finalmente, evolucioné.

Ahora escojo mis discusiones modulando la voz, sin llegar a gritar airadamente como antaño, ni susurrando para hacerme el interesante. Y siendo sabedor que, en la mitad de ellas, mis argumentos no serán los correctos, lidio con ello sin presión alguna. Esto me permite mantenerme frío y, tanto esté acertado como no, lucir cara de póquer sin inmutarme. De hecho, en más de una ocasión, ya solo en casa, me río a carcajadas cuando recuerdo haber ganado el debate con una postura errada.

Tanto, muchos conocidos, como los compañeros del trabajo y, por supuesto, todos mis familiares, me consideran necio y cabezota. Lo curioso de esa afirmación es que suelen ser ellos más necios, (actuando igual que las vaquillas al entrar a todo lo que se menee) con cualquier tema que admita polémica. Yo, como ya he dicho antes, escojo bien cuando debato o ignoro el quite; algo que esos pobres, tan creídos de sí mismos, no pueden ni contemplar.

Por otro lado, me viene de perlas que me consideren un testarudo, ya se sabe que el ladrón cree que todos son de su condición. Y ponerme a explicarles la diferencia, por enésima vez, entre tenaz y cabezón sí que me resultaría un diálogo de merluzos. En mi caso oír, tanto por lo bajines como a viva voz, esos adjetivos me resulta de lo más halagador; tanto que les devuelvo, una sarcástica sonrisa, como agradecimiento.


Podría poner innumerables ejemplos de esto que he comentado (cada día me suele pasar algo) y hasta escribir un diario solo con mis encontronazos. Como ejemplo, la otra tarde, a la salida de mi cafetería habitual:

El local estaba abarrotado y yo, después de mi consumición, ya estaba en la puerta a punto de salir; detrás de mí había otras dos o tres personas en la misma situación. El caso es que al abrir la puerta, en la calle con intención de entrar, había un grupo de cuatro señoras tan elegantes como talluditas. Al hacer yo amago para salir, ellas se pusieron en línea —lo más lógico, a mi entender, habría sido en fila— con lo que no pude dar ni un solo paso.

De sus miradas de reproche, por mi fallido intento de evasión, llegó el cotorreo entre ellas. En voz bien alta, para que yo me diera por aludido acerca de mi descortesía y falta de modales al no cederlas yo el acceso; como hubiese hecho cualquier hombre bien educado. Yo, en ese instante, pensé si debería responder o apartarme como pudiera (la cafetería estaba hasta la bandera). Tenía un argumento muy válido como el ejemplo del ascensor, a nadie se le ocurre entrar sin dejar salir a los que ya están dentro, es una cuestión de espacio de lo más lógico.

Mi respuesta fue una sonrisa, de lo más irónica, mientras me ponía pegado a la puerta para que aquella tropa avasallase la cafetería. Satisfechas, por aquel prepotente triunfo, su paso firme únicamente duró hasta que se toparon con los tres que estaban detrás de mí (también con intención de salir). El caso es que unas no querían perder el terreno ganado y los otros tampoco tenían espacio para recular. Para remate, detrás de las señoronas, venían los cabestros de sus cónyuges, con la misma intención de entrar como fuera.

Cuando todos ya estuvieron bien apretujados dentro del local, la discusión (con los pobres clientes que, en vez de poder salir, se vieron replegados) subió los decibelios ambientales a niveles de tómbola de feria con rifa de bofetadas incluidas. El argumento de los cuatro matrimonios es que ellos tenían una mesa reservada y, por lo tanto, tenían preferencia sobre cualquier otro cliente de barra o pasillo. 

Sé que yo tenía razón y si me hubiera enfrentado en la puerta, habría pasado por un mal educado saliendo junto con los tres de detrás de mí, y también se habría evitado el fregado posterior. Pero yo escojo mis discusiones y con esta que evité, cada vez que vuelvo a esa cafetería, me parto de risa cuando al verme reflejado (en el espejo de detrás de la barra) recuerdo aquella sonora trifulca. La gente que me ve se deben creer que debo ser (aparte de necio, testarudo, y cascarrabias) bobo del todo; pero a mí me da igual lo que piensen y hasta lo que digan.

Por cierto, hoy mismo, después de tomar mi café de media tarde, al salir de la cafetería (no estaba llena, sobre media entrada) me tropecé con los ocho pijos de la mesa reservada. Se pusieron en fila para que mi sarcástica sonrisa y yo saliéramos primero.

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